La comunicación de crisis en política
La política en España vive en permanente crisis. La mentira, la corrupción, los debates inservibles y lo electoral como único objetivo es el paisaje que los ciudadanos contemplan cada día. Y no me refiero a la falta de ética, de valores y de eficacia que tiene, que es lo verdaderamente grave. Sino a la imagen que eso construye. La que llega y se instala. En el escaparate solo hay un producto que comprar: la desconfianza. No existe la comunicación de crisis en política porque vive en permanente crisis. Cualquier comunicación en ese marco es crítica.
El caso de Cristina Cifuentes es una doble crisis: la de la acción y la de la comunicación. El problema nunca es de lo que se dice, sino de lo que se hace. No nos quedemos en el storytelling, sino fijémonos en el storydoing. Se suele achacar a una mala comunicación las explicaciones no convincentes que nos dan los políticos. Pero lo importante no es si se sabe explicar una mentira, o evadirla. Lo relevante es el hecho, la acción, la mentira y la responsabilidad.
La presidenta de la comunidad de Madrid es responsable de su acción y de su comunicación. Ella y de los que la rodean y aconsejan. Pero miremos ese segundo aspecto, el de la comunicación, un caso que debería quedar como prototipo de nefasta comunicación sobre un hecho que no se juzga en este artículo. Lo hará el periodismo, las instituciones y los ciudadanos.
Cifuentes ha fallado en lo verbal y en lo paraverbal.
En primer lugar, no dio la cara desde el primer momento en que eldiario.es destapó las falsedades en torno a la forma en que consiguió su título. Eso es lo primero que se debe hacer, asumir errores, pedir disculpas, enmendar el error sin eludir su responsabilidad, aunque otros tengan más.
En segundo lugar, no acierta cuando defiende su inocencia descargando la culpa en otros. Nadie empatiza con los acusadores, sino con las víctimas. Cualquier cosa menos señalar con su dedo las firmas falsas que ella sabía que lo eran, y que mostró estampadas en el papel exhibido en la tribuna de la Asamblea de Madrid.
En tercer lugar, su tono soberbio en el selfie-video grabado por ella misma fue inadecuado. En la media noche, y sin periodistas. En su despacho, su zona de confort. Ese escondite y su insistencia cantarina en que no se irá no es compatible con el demostración de la inocencia.
Esa tonalidad prepotente no se corresponde con su imagen menguante y de tristeza que muestra en las fotografías sin posar de las últimas semanas. Todo está desalineado entre lo que piensa, lo que siente, lo que sufre, lo que dice y cómo lo dice.
En cuarto lugar, acusar a quienes no participan de la falsedad y de la mentira es la peor estrategia en una crisis política. Querellarse contra los periodistas que investigan este caso que ya incluso la Universidad afectada ha reconocido como hecho grave es torpe y desesperado. Acusar a los otros partidos de haber pergeñado una campaña contra ella es paranoico e inútil, cuando además no lo puede demostrar.
En quinto lugar, la coreografía de su partido, apoyándola o callando, ha construido un escenario de cómplices o de cobardes. Las voces disonantes que han salido en su defensa o que se han regocijado por lo bajo no sólo no ha sido de ayuda, sino que ha tirado por tierra su comunicación. El aplauso prolongado en el Congreso de Sevilla, mientras ella se escabullía de los periodistas, solo dispuesta a ser apoyada por los suyos, ha provocado un problema para los que después tengan que contemplar su fracaso o su renuncia.
Imaginen esta escena inmediatamente después de haberse publicado la falsedad de su título: Cristina Cifuentes, fuerte, firme, segura dice: “Asumo mi error de haber aceptado un título que no merecía porque no cumplí con los requisitos que los demás alumnos sí que cumplieron. Creí que lo podría cursar, pero mis responsabilidades políticas de ese momento me lo impidieron. Renuncio al título en estos momentos y desde mi gobierno impulsaré acciones para que algo así no vuelva a ocurrir”. Fin de la cita.
Errores de comunicación verbal, de tono, de escenario, de actos. Huir no es de valientes, pero resistir tampoco. Lo valiente en política es asumir, enmendar, pedir disculpas o dimitir. Y ella parecía valiente.