Confinagozo
Nos pasamos el día quejándonos de adversidades que en realidad nos protegen del cumplimiento de nuestros deseos, cumplimiento que es -como bien explicaba Freud- aquello de lo que huimos sin parar como de la peor de las catástrofes posibles. Si no trabajase tanto, si tuviese tiempo para leer, si hubiese podido aprender a tocar el violín, si no tuviese que cuidar a mi madre, si pasase más horas con mis hijos o con mi novia: nos lamentamos de que la vida nos arrastre lejos de nuestros sueños mientras sospechamos que este alejamiento estresante es la única forma de equilibrio, insatisfactoria y erosiva, a la que podemos aspirar, pues una “vida cumplida” nos descubriría el abismo incolmable que recubre, como una tirita de plástico, nuestra angustia y desazón. Pues bien, durante el confinamiento me ha ocurrido algo completamente antifreudiano y hasta contraintuitivo. En los últimos años no he dejado de quejarme en voz alta de lo mucho que viajaba y de la mucha gente que veía, siempre con la sospecha -pues soy muy freudiano- de que en realidad esos viajes de trabajo y esa intensa vida social eran muy funcionales a mi carácter, a mi trabajo intelectual e incluso a mi matrimonio. Y hete aquí que de pronto, el confinamiento me ha impuesto la vida que yo decía que deseaba, ¡y resulta que era realmente la vida que deseaba! No me ha ocurrido sólo a mí. Hablando con otros amigos que, como yo, han tenido la suerte de no haber sufrido ninguna pérdida cercana a causa del virus, me encuentro con que también ellos confiesan, con un poco de vergüenza, que el confinamiento es lo mejor que les ha pasado en toda su vida.
¿Y por qué? Esta incoherencia antifreudiana de que nos produzca felicidad el cumplimiento de lo que siempre habíamos dicho que deseábamos -tiempo, lentitud, soledad, vida afectiva- tiene que ver con el hecho de que ha ocurrido en condiciones no elegidas. En un artículo de marzo insistía en que la amenaza de la COVID era la primera cosa real que había sucedido en nuestras vidas porque nos había sucedido a todos al mismo tiempo. Pero el confinamiento también nos ha sucedido a todos; y como consecuencia de una imposición exterior. Si yo hubiera elegido contra el mundo la vida que me gusta me hubiera sentido quizás culpable, y la culpabilidad misma habría envenenado mi gozo; pero me hubiera sentido, sobre todo, fuera del mundo. Así que es importante que nos hayan impuesto lo que realmente deseábamos por tres motivos y con tres consecuencias:
En primer lugar, en efecto, esa correspondencia entre deseo y cumplimiento tiene que ver, por primera vez, con la independencia del mundo y no con mi voluntad, lo que me exime de toda responsabilidad. El cumplimiento no es decisión ni violencia; no contraría otras voluntades ni es el resultado de una pugna o de un gran acto moral -o inmoral. Es un golpe de suerte; un milagro. En un mundo en el que se nos hace sentir culpables de todo lo que somos -divorciados, trabajadores precarios, pobres- de pronto ocurre un desastre que no hemos provocado nosotros y experimentamos un “cumplimiento” de cuya hechura no tenemos que hacernos cargo. El resultado paradójico es la liberación de un espacio en el que apetece ser responsables, ordenar la propia vida, tener una verdadera familia, un verdadero amor, un verdadero trabajo.
En segundo lugar, este “cumplimiento” es inseparable de su dimensión colectiva. Si de alguna manera no nos sentimos culpables del cumplimiento de nuestros deseos es no sólo porque el confinamiento nos ha sucedido a todos sino porque nos lo han impuesto a todos por igual. Hay siempre una adición -y adicción- festiva en toda obligación placentera universal. Por mucho que los “izquierdistas” nos quejemos de la Navidad, de las Fallas o del Ramadán, lo que hace no solo tolerables sino irresistibles las fiestas populares es que figuran en el calendario desde antes de nuestro nacimiento, por una decisión en la que no hemos intervenido. La religión, que nos ha infligido tantos dolores, nos ha proporcionado también placeres insuperables: las celebraciones imperativas. Los placeres que decidimos en solitario y con libertad soberana siempre dejan un poso triste, como los petardos que hacemos estallar, de niños, en un rincón y sin amigos.
Las cosas que hay que celebrar son las que en realidad nos gusta celebrar. Qué pereza ir a esa boda o a esa cena navideña o a ese desfile de Carnaval, nos decimos, con la sospecha ya de que vamos a disfrutar muchísimo. Es este el modelo estrictamente inverso al freudiano del cumplimiento trágico: frente al disgusto de que ocurra lo que siempre hemos deseado, aquí proclamamos, al revés, que no queremos hacer lo que luego hacemos con gusto, y hasta con entusiasmo, precisamente porque no teníamos más remedio que hacerlo: hay que beber, hay que comer, hay que cantar, hay que reírse por prescripción comunitaria. Es lo que llamamos tradición, un dispositivo de transmisión de locuras y de chorradas, pero también de placeres obligatorios, que Chesterton definía como “la democracia de los muertos”. Esa democracia -añadamos- no tiene por qué ser religiosa o deja de serlo en el mismo momento en que produce placer -o pasa a serlo, en ese momento, de otra manera: como lo es la felicidad de la infancia o el culto a la amistad. La “democracia de los muertos”, al contrario de lo que ha ocurrido a menudo con la religión, es perfectamente compatible con los Derechos Humanos.
El último rasgo, en fin, inseparable de esta dimensión colectiva, atañe a las potencialidades políticas de este “cumplimiento”. Durante el confinamiento hemos descubierto el placer de obedecer. Cuidado. No me refiero al placer de la sumisión masoquista al jefe o al caudillo (que es un displacer freudiano). Me refiero al placer de obedecer a la comunidad o, más exactamente, de obedecer las reglas comunes que nos hemos dado para protegernos. El placer, por ejemplo, de los aplausos sincronizados en los balcones era radicalmente político en este sentido: cifraba y realizaba el cumplimiento de un deseo colectivo -otra bofetada a Freud- y declaraba de hecho posible una sociedad de responsabilidades coactivas (en el doble sentido del término).
Creo que ese aplauso “obligatorio” a las 8 de la tarde ha sido el momento más feliz de la vida de mucha gente: un momento de libertad realmente constituyente (como lo son las revoluciones y, según Jay Gould, los eclipses de sol). Por eso es especialmente triste y doloroso que, frente a esta política común, frente a esta felicidad compartida de obedecer a la libertad reglada, la ideología separatista de un sector de nuestra derecha, antitradicionalista y antipolítica, sólo haya pensado en el cumplimiento del deseo de los mercados o -mucho peor aún- en la satisfaccion de su pulsión tanática de guerra civil. No sólo no están ayudando a resolver la tragedia; además nos están jodiendo la vida.
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