Existe una buena anécdota para enlazar el significado del inicio del discurso de Carles Puigdemont en el Parlament tras el referéndum no pactado, “Catalunya se ha convertido en un asunto europeo”, y la que parece la única certeza: la crisis catalana es la forma en que se transparentan las malas costuras de la Transición, agravadas por una respuesta a la crisis económica que ha sacado la cara más intransigente del Gobierno conservador. Se trata de aquella pronunciada por Georges Bidault, ministro de Exteriores de Francia ante la Asamblea Nacional sobre la llamada “cuestión española”: “no hay naranjas fascistas, solo naranjas”.
De esta forma justificaba que el rechazo de la potencias europeas al régimen franquista no se extendiera al ámbito económico, y que ninguna se negara a comerciar con una dictadura que ya desde 1958 formaba parte del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Si bien es cierto, como señala Charles Powell, que lo recoge en «La larga marcha hacia Europa: España y la Comunidad Europea, 1957-1986», que ese ahogo económico podría haber afectado más a los españoles que al propio régimen, no deja de ser paradigmática esa visión para analizar la situación actual, donde la divergencia cada vez es más pronunciada entre las prioridades económicas supranacionales y un Estado nacional que no rompió con el régimen franquista, sino que adhirió elementos democráticos para integrarse en la Unión Europea.
Tras la crisis económica y de la zona euro, la estructura comunitaria obligaba a que las medidas de austeridad, pese a ser impuestas por las élites europeas, debieran ser afrontadas por las capitales de los estados nacionales, quienes sufrieron el levantamiento de sus respectivas opiniones públicas. En buena parte de la casa común europea, ello se tradujo en el auge de partidos ultraderechistas, cuya agenda ha marcado la de los conservadores sin siquiera tocar el poder, y la progresiva irrelevancia socialdemócrata.
En el Estado español, la tormenta ha tratado de capearse de la siguiente forma: a la retahíla de decisiones promulgadas durante los mandatos de Mariano Rajoy que supusieron un retroceso brutal en libertades civiles, se sumó la movilización de un parte del país contra otra; dos banderas fundiéndose al albor de una batalla retórica, asentada en las lógicas de dos burguesías corruptas.
En este sentido, la reacción de las élites europeas ha ejemplificado a la perfección su propia incapacidad para lidiar con una verdadera refundación asentada en pilares sociales y democráticos. De un lado, los sucesos recientes demuestran que desde Bruselas pareció que molestaban menos las demostraciones fascistas en las calles españolas (retrato de que aún existen posos franquistas en el apartado del Estado), que en los cínicamente llamadas gobiernos iliberales, como Polonia o Hungría —los mismos, por cierto, con los que comparte club España a la hora de negarse acoger a refugiados—. De otro, lo que verdaderamente molestaba en las instituciones comunitarias era la imagen que España proyectó en todos los medios de comunicación del mundo, “el uso de la fuerza del Estado para reprimir a ciudadanos tratando de expresarse libremente”, en un momento en el que el foco pretendía estar en la reforma el euro; una reconstrucción la Unión Europea que llegaba desde Alemania —quien acaba de ver cómo una fuerza nazi entra por primera vez en su parlamento— y Francia —donde el 50 por ciento de los votantes han recurrido a partidos contrarios al establishment—.
En este supuesto nuevo camino hacia luz que se abría tras la tormenta populista, la única protección que se le ofrece al ciudadano europeo tras la crisis se centra en cuestiones de seguridad relacionadas con el terrorismo o en materia migratoria, pero nada parecido a revertir la desregulación del mercado de trabajo, la privatización de los servicios públicos y la reducción del gasto social impuesto por la hegemonía neoliberal de las últimas décadas.
Así, en un momento en el España se divide y Europa dice refundarse, el establishment intelectual y mediático nacional se ha cerrado, imponiendo un repliegue hacia posiciones oficialistas, sin que pueda ser motivo de juicio el estatismo conservador de Mariano Rajoy, que trata de colocar las bases para justificar cualquier intervención necesaria con el fin preservar el orden en el futuro. Por eso, la reacción conservadora se justifica con la máxima de “Catalunya no puede convertirse en un problema para Europa”. Ataques de una parte del sector intelectual, como el que sufrió un periodista de la talla de Jon Lee Anderson, o las acusaciones del ministro de Exteriores Alfonso Dastis, respaldadas por buena parte de los periódicos nacionales, cuando señaló que la prensa extranjera miente sobre el conflicto catalán son distintas formas de estrechar el espacio para la crítica.
Pareciera que los destinos de la democracia ya no se hallan ligados a los del movimiento obrero, como aconsejaba tener en cuenta Rosa Luxemburgo para la conquista del poder político, sino a la efectividad de la propaganda. En un ensayo publicado en 1960, llamado Propaganda, Jacques Ellul concluía que a medida que la propaganda perneaba en todos los rincones de la sociedad, mayores eran los peligrosos para la democracia. Y en esas nos encontramos.
La revitalización de la sociedad civil o la participación popular que desde el 15M se ha trasladado a las exigencia de millones de votantes parecen defenestradas por el infantilismo político de un sistema en el que la austeridad ha dado paso a la polarización social y a una gestión de las emociones políticas cristalizadas por una guerra de propaganda, donde la última palabra descansa en la actuación policial. Un contexto auspiciado por esa Europa que ya es una distopía de lo que fue, todo lo contrario a un espacio supranacional donde parece imposible construir una alianza entre el centro-izquierda y el centro-derecha para lograr cambios institucionales ulteriores, que aborde el déficit democrático presente en el corazón de la Unión Europea —provocado por la primacía de los intereses del capital financiero sobre el capital industrial—.
La Unión Europea nos ha permitido vivir en paz y bienestar durante 60 años, pero la conjetura que determinará su futuro es muy distinta a la de entonces: la tercera Guerra Mundial es social, sugería Wolfgang Streeck en un su ensayo reciente sobre Cómo terminará el Capitalismo. O tal y como le escribía David Van Reybrouck al presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker en una carta publicada en el Gran Retroceso: se trata de la lucha entre ciudadanos enfurecidos y corporaciones privadas, una división que cada vez es más pronunciada. Lejos de ser esta la dicotomía que inquieta a nuestros líderes, el establishemnt español — abrazado al nacionalismo patrio y un estatismo incompatible con la expansiones de las libertades— y el europeo —sumido en penetrar en reformas económicas— tratan de difuminar la cuestión fundamental: el espectro político europeo es un eje cada vez más escorado hacia la derecha pirómana, hermética ante unas proclamas que encuentran en el orden neoliberal y tecnocrático europeo un freno a cualquier reivindicación popular.