Constitución española: ¿Hay que deshacer la “casa de muñecas”?
Siempre me gustó la metáfora usada por constitucionalistas como Pablo Lucas Verdú y que supone identificar la Constitución como “el hogar de la ciudadanía”. Es decir, ese espacio que nos reconoce como sujeto de derechos y en el que tenemos la oportunidad de ser partícipes del poder. Esa pertenencia a un hogar común, en el que es posible sentirse protegido y al mismo tiempo reconocido como individuo libre, genera un sentimiento de adhesión que va más allá de lo racional y que actúa como una especie de nervio emocional que hace que el sistema, pese a sus turbulencias e imperfecciones, se mantenga vivo. Ahora bien, la Constitución, como cualquier casa, y sobre todo como cualquier casa que pretenda ser vivida como un hogar, necesita reformas y no quedarse atrapada en la nostalgia de lo que fue ni mucho menos en la parálisis que generan los miedos. De lo contrario, corre el riesgo de convertirse en un santuario solo habitable por los dogmáticos y que, en vez de generar ocasiones para el diálogo, acaba reducida a púlpito donde reside la melancolía.
La Constitución de 1978, de la que no negaré el papel esencial que ha desempeñado en hacer posible 40 años de democracia en nuestro país, pero a la que tampoco colocaré en los altares en la que es adorada por algunos herederos de sus padres, ha llegado a un punto en el que ya no es posible mantenerla viva si no es mediante una revisión que la convierta en el texto que reclama el siglo XXI. Y ello pasa, a mi parecer, por la reflexión necesaria sobre los dos ejes estructurales que articularon el modelo: la Monarquía parlamentaria y el sistema electoral/de partidos. Ambos son los dos factores que articulan los equilibrios poder/ciudadanía y son los que generan las dinámicas que en muchas ocasiones nos están llevando a callejones sin salida. Porque es evidente que ambos atraviesan desde hace años una evidente crisis que sólo parecen no ver quienes siguen beneficiándose de los poderes hegemónicos o quienes responden al perfil conservador que tantas miserias ha provocado en la historia de nuestro país. Ese debate debería, lógicamente, llevarnos de la mano hacia otros que sí que suelen aparecer en las reflexiones sobre la reforma constitucional. Me refiero a la definición federal del Estado, a la garantía de un Estado social que no esté sometido a los vientos del mercado y a una serie de reformas institucionales que permitan una mayor calidad democrática.
Las anteriores exigencias, que obligarían a algo más que a un mero repaso de las grietas, habrían de partir, a su vez, de la que a estas alturas del siglo XXI considero un presupuesto inexcusable: la participación equivalente de las mujeres en la reforma, superando por tanto el lastre que supuso su anecdótica presencia en el poder constituyente en 1978, y la incorporación de la paridad como principio constitucional que se proyecte tanto en la parte orgánica como en la dogmática del texto. Ello obligaría a una superación de las estructuras que derivadas del sistema sexo/género siguen condicionando las instituciones, las relaciones de trabajo, el ejercicio de los derechos y, finalmente, la propia subjetividad de ciudadanos y de ciudadanas. Incluso me atrevería a ir más allá de lo que tradicionalmente se ha calificado como perspectiva de género, para afirmar que nuestra Constitución necesita una reforma feminista. Que la convierta en una herramienta esencial para la Justicia social y la sostenibilidad. Que haga de ella la norma fundamental de un sistema jurídico liberado al fin de lastres machistas. Que exprese en su articulado la propuesta emancipadora más ilusionante y global del siglo XXI. Que permita al fin que las mujeres puedan superar la ciudadanía devaluada que pegajosa parece pegarse a las suelas de sus zapatos. Solo así sería posible recuperar ese hogar que muchos, y sobre todo muchas, han de dejado de considerar como propio. Solo así lograríamos evitar el riesgo de que nuestra Constitución acabe convertida en una “casa de muñecas” de la que no solo Nora desee escapar.