Pocos días después de conocer la sentencia del caso de los ERE en Andalucía, me resulta imprescindible una reflexión, siquiera mínima, sobre la corrupción política, en sí misma considerada. Más allá de los casos concretos y más allá de los reproches recíprocos que se dirigen las fuerzas políticas principalmente responsables de tales conductas.
No sé si Chaves y Griñán son culpables –por el momento así lo afirma la Audiencia Provincial de Sevilla, que ha dictado la sentencia–. Tampoco sé si lo son los condenados en el caso Gürtel –aunque también así lo decidió la Audiencia Nacional–. Ya lo decidirá el Tribunal Supremo cuando corresponda. Y los restantes tribunales a los que lleguen ambos y otros procesos.
Pero lo grave es que llevamos años soportando noticias de corrupción en cualquier ámbito, además de lo ya enjuiciado. Y no solo por la exclusiva actividad de representantes en instituciones públicas, sino también en otros ámbitos no lejanos –empresas creadas solo para obtener beneficios fraudulentamente en connivencia con distintas administraciones públicas a las que se prestarían servicios innecesarios o de mucho menor valor que el pagado, una señora que dice haber mediado en grandes asuntos para el Estado, unas llamadas “acciones preferentes”, puestas en el mercado por la banca, haciendo que mucha gente de buena fe depositara sus ahorros y los perdiera (o casi)–. En definitiva, conductas que suponen el uso de la actividad pública para beneficios privados –sean personales o de grupo–.
Unas conductas que, para una gran parte de la ciudadanía, responden a una manera generalizada de actuar. Esto es, aquello de que “todos son iguales”. Conductas que han afectado a todos los niveles de la administración, así como a partidos políticos, sindicatos, corona, banca y otras entidades financieras… y en prácticamente todos los territorios del Estado –aunque, por lo que se ha juzgado hasta ahora, más en unos que en otros– y que han superado también las fronteras estatales, llegando a cometerse delitos de evasión de capitales a paraísos fiscales y hechos de corrupción de empresas españolas en otros Estados.
Conductas que tienen unos denominadores comunes que son, en esencia, el incumplimiento de normas jurídicas y también éticas y su sustanciación en ámbitos o espacios de opacidad y, esto es lo que las une realmente, que se producen a cambio de dinero o bienes de carácter público.
No es casual que la mayor parte de estos hechos se hayan producido en un contexto espacial y temporal determinado: es que ha habido –y seguramente hay– situaciones que los han favorecido. Situaciones de hecho muy variadas, pero que concurren para facilitar este resultado. Tales como entornos que pueden identificarse en una premeditadamente buscada confusión de espacios públicos y privados; la toma de muy grandes decisiones por parte de muy pocas personas sin apenas participación ciudadana –léase, por ejemplo, en materias urbanísticas o de grandes infraestructuras e inversiones–; una regulación escasa o inadecuada de las actuaciones comerciales de todo tipo y una normativa insuficiente sobre las consecuencias de su infracción; unas instituciones públicas no débiles sino debilitadas –un poder judicial con pocos medios y sospechosamente sometido a la política, en los términos que se desprenden de los Informes del GRECO (Grupo de Estados contra la corrupción), dependiente del Consejo de Europa–; la insuficiencia de controles públicos y la escasa transparencia de instituciones y partidos –la corona a la cabeza, desde luego– y también, por qué no decirlo, el nulo o escaso reproche social hacia el enriquecimiento particular, con el consiguiente vergonzante reconocimiento público de quienes así han medrado.
Pero, si las causas de esta corrupción son preocupantes, no lo son menos sus efectos, desde los más inmediatos a los aparentemente más lejanos. Así, ciertamente, sus efectos se despliegan en ámbitos diversos. Ámbitos que tienen que ver con la propia esencia del Estado de Derecho, pues generan, inevitablemente, sensación de inseguridad y desmoralización ciudadanas, con la consecuencia difícilmente reversible de la deslegitimación de las instituciones públicas –representativas o no– y lo que ello significa en términos de confianza y de cohesión social. Pasando por otros ámbitos de carácter económico y relativos al desarrollo humano y social –o a su empobrecimiento, pues los hechos de corrupción consisten, en la mayor parte de los casos, en el desvío de fondos públicos que son imprescindibles para otros fines; malversación, para empezar–, con el consiguiente aumento de las desigualdades sociales, dificultando o impidiendo la redistribución de la riqueza y optando también en muchas ocasiones a derivar la actividad económica pública a la realización de grandes obras e infraestructuras –que dan más margen a beneficios privados– tales como el urbanismo u otros grandes proyectos materiales, en detrimento de otros más sencillos pero promovidos y dirigidos a paliar las más importantes necesidades sociales.
Afirmaciones que se pueden sostener incluso en informes de instituciones tan poco discutidas desde los entornos de poder económico como el Banco Mundial que, muy recientemente, ha manifestado la importancia de los esfuerzos en la lucha contra la corrupción para diseñar programas transparentes, pues los flujos ilícitos restan recursos para que los países los puedan aplicar al desarrollo. Esto es: la corrupción es el mayor freno al desarrollo humano.
Y para no terminar tan en negro, solo unos apuntes sobre las soluciones a la situación, algunas de las cuales han comenzado a ponerse en marcha: una regulación y controles más eficaces, profundos y exhaustivos de las decisiones de las instituciones públicas, una mayor intervención del Estado en la economía, sanciones severas y rápidas, un poder judicial no mediatizado políticamente y dotado de los medios adecuados, una concienciación ciudadana de la gestión de la cosa pública y, sobre todo, la promoción de la participación ciudadana en la toma de decisiones que nos competen en lo económico y en lo social.