Phil Graham, el editor del Washington Post y marido de la gran Katharine Graham, decía que las noticias son “el primer borrador de la historia”. Pero en la vida diaria la sensación para los periodistas es mucho menos épica y parece consistir en sobrevivir a la cobertura del momento, encontrar un enfoque original y acertar con un titular que quepa bien en un papel o en una pantalla pequeña de móvil antes del cierre de la edición o lo más rápido posible. Casi siempre nos falta perspectiva para saber si acertamos con aquel título que tal vez defendimos con pasión y pocas certezas. Pero a veces, sucede.
La memoria, incluso de los testigos, es frágil y por eso es tan importante releer las crónicas de lo que pasó en el momento en que sucedió. Ahora vuelvo a leer mis crónicas desde Bucarest en la cumbre de la OTAN los primeros días de abril de 2008 ya que parece el centro de atención de una disputa que tiende a tergiversar los hechos básicos. Era la cumbre en el Palacio del Parlamento, el edificio de mármol que Ceaucescu llamó la Casa del Pueblo, con más de un millar de estancias, el 96% de ellas desocupadas entonces. Era la cumbre en la que era fácil quedarse sin comer en un palacio aislado al que costaba mucho entrar y del que costaba mucho salir por la seguridad y en la que después de muchas horas de trabajo no era tan raro acabar cenando el Toblerone del minibar. Era la cumbre en la que George W. Bush, al final de su mandato, iba a empujar la ampliación al Este de Europa y dar los primeros pasos para que entraran Georgia y Ucrania. Eso es lo que se esperaba.
La ampliación al Este era el titular fácil y que supuestamente estaba previsto, pero una vez allí eso no era lo que estaba pasando. Y después de alguna perplejidad y mucha discusión, ahora con la ventaja de la perspectiva de casi 14 años después, sé que acertamos en aquellos titulares: “La OTAN acepta a Albania y Croacia, pero rechaza a Georgia y Ucrania”, titulamos en El Mundo el 3 de abril de 2008. “Frenazo a la ampliación hacia la antigua URSS”, al día siguiente.
Ahora está claro que el enfoque era correcto porque ni son miembros ni están remotamente cerca de serlo. En aquellas crónicas había frases de diplomáticos rusos satisfechos con que, después de todo, Alemania y Francia habían parado el plan de Bush y la cumbre había servido para contentar a Vladimir Putin, el único que sigue en el poder 14 años después.
Ahora Putin utiliza aquella cumbre como el principio de supuestos agravios por la expansión de la Alianza Atlántica hacia las antiguas antiguas repúblicas soviéticas. Pero ni los aliados empujaron tanto ni ahí empezó un proceso auténtico de ampliación, entre otras cosas por la división interna de los países en cuestión. Rusia tenía claro que aquello no llegaría muy lejos ni siquiera como para causar irritación. “Dudo mucho que Ucrania cambie su cantidad actual de simpatizantes en la OTAN en menos de un año”, decía el entonces embajador ruso ante la Alianza, Dmitry Rogozin (ahora es el director de una empresa pública de aeronáutica). Y tenía razón. “Los gobiernos de Kiev y de Tiflis están decepcionados, igual que su máximo valedor, George W. Bush”, decía la crónica.
La idea de fondo de aquella cumbre también era “limar las asperezas” con Rusia, pero la relativa satisfacción del momento claramente no sembró frutos de supuesta simpatía de Putin y dejó a los países aspirantes más divididos y, si cabe, con más problemas internos que solo empeorarían con los años y los sucesivos gobiernos.
Hoy de esa foto queda solo Putin, que se agarra como excusa a ese momento como algo que no fue. Es inevitable pensar si algo sería mejor si entonces los europeos hubieran tenido el valor de dar un paso más. O si realmente este es un juego de equilibrios casi imposible de mantener y donde a menudo los intereses de los países más pobres y aislados de Europa, casi todos en el Este, siguen contando poco.
Pase lo que pase habrá titulares que pasen a la historia y volvamos a buscar en la siguiente década. Tal vez entonces sabremos si ahora hemos acertado.