¿Cómo debería ser un ingreso básico universal?

Kemal Dervis

Washington, DC —

Mucho se ha hablado últimamente de los esquemas de ingreso básico universal (IBU). La idea de suministrar a todos los residentes legales de un país una suma de dinero estándar sin conexión con el trabajo no es nueva. El filósofo Tomás Moro ya la defendía en el siglo XVI, y luego muchos otros, incluidos Milton Friedman a la derecha y John Kenneth Galbraith a la izquierda, promovieron diversas variantes. Pero recientemente la idea se ha ganado muchos más adeptos, y algunos la consideran una solución a las disrupciones económicas actuales derivadas de la tecnología. ¿Funcionará?

El atractivo del IBU deriva de tres aspectos clave: provee un “piso” social básico a todos los ciudadanos; permite a la gente elegir cómo usar el apoyo recibido; y puede servir para reducir la burocracia de la que dependen muchos programas de ayuda social. Además, un IBU sería totalmente “portable”, lo que ayudaría a los ciudadanos que cambian de empleo con frecuencia, que no cuentan con un seguro social dependiente de un empleador duradero o que son autoempleados.

Muchos en la izquierda ven el IBU como una forma sencilla de limitar la pobreza, y lo han incorporado a su programa. A muchos libertarios les gusta la idea, porque permite (de hecho, exige) a los receptores elegir libremente cómo gastar el dinero. Incluso personas muy ricas están de acuerdo, porque les daría la tranquilidad de saber que por fin sus impuestos sirvieron para erradicar la extrema pobreza en forma eficiente.

El concepto de IBU también atrae a quienes hacen hincapié en el desarrollo económico como sustituto (al menos parcial) de las ayudas en especie que hoy se entregan a los pobres. En América Latina ya hay varios programas sociales locales que contienen elementos de la idea de IBU, aunque están dirigidos exclusivamente a la población pobre y suelen estar supeditados a ciertas conductas, por ejemplo que los niños asistan a la escuela.

Pero la implementación plena de un IBU puede ser difícil, sobre todo porque plantea algunas preguntas complejas en relación con metas y prioridades. Tal vez el problema de calibración más evidente sea determinar cuánto dinero entregar a cada ciudadano (o residente legal).

En Estados Unidos y Europa, un IBU de, por decir algo, 2.000 dólares al año (incluso si se sumara a los programas de bienestar social ya instituidos) no servirían de mucho, excepto tal vez para aliviar la pobreza más extrema. Un IBU de 10.000 dólares ya sería otra cosa; pero según cuánta gente estuviera habilitada a recibirlo, podría costar tanto como el 10% o el 15% del PIB, lo cual constituye un desembolso fiscal inmenso, sobre todo si se sumara a otros programas sociales ya existentes.

Incluso con un incremento significativo de la recaudación impositiva, para que un ingreso básico tan alto fuera fiscalmente viable, habría que complementarlo con reducciones graduales de algunos programas de gasto público actuales (por ejemplo, prestaciones de desempleo, educación, salud, transporte y vivienda). El sistema definitivo dependerá de cómo se equilibren estos componentes.

En el mercado laboral actual, que las tecnologías digitales están transformando, uno de los aspectos más importantes del IBU es la portabilidad. De hecho, insistir en flexibilizar más el mercado laboral, sin asegurar redes de seguridad social permanentes a los trabajadores enfrentados con la necesidad constante de adaptarse a los cambios tecnológicos, equivale a defender un mundo desigual en el que los empleadores tienen toda la flexibilidad y los empleados, muy poca.

Para que el mercado laboral moderno sea igualmente flexible para empleadores y empleados, un IBU debería tener ciertos rasgos esenciales, como portabilidad y libertad de elección. Pero sólo los libertarios más extremos favorecerán una entrega de dinero sin ningún tipo de guía estatal sobre el uso de las ayudas. Sería mejor complementar las prestaciones con una política social activa que guíe hasta cierto punto su uso.

En esto, una propuesta recientemente surgida en Francia es un paso en la dirección correcta. La idea es dar a cada ciudadano una cuenta social personal con “puntos” parcialmente canjeables, similar a una cuenta de ahorro, con una contribución pública sustancial que los titulares complementarán trabajando, estudiando o realizando determinados tipos de servicio nacional. Los puntos podrán canjearse por efectivo en tiempos de necesidad, particularmente para gastos de entrenamiento y recapacitación, según “precios” preestablecidos y sin superar cierto límite por período.

Este método parece un buen término medio entre, por un lado, la portabilidad y la libertad de elección, y por el otro, una política social que guíe el uso de las prestaciones. Contiene elementos de los esquemas estadounidenses de seguro social y retiro individual, con la inclusión además de un compromiso con el entrenamiento y la recapacitación. El programa podría combinarse con un modelo de pensiones más flexible para dar lugar a un sistema de solidaridad social moderno e integral.

El desafío actual (al menos, para las economías desarrolladas) es implementar sistemas de seguridad social más sólidos y eficientes, dar más libertad en el uso de las prestaciones y garantizar su portabilidad. La única forma en que las economías modernas podrán crear los programas de seguridad social que necesitan es encontrar el equilibrio justo entre la libertad personal y la guía de la política social.

Traducción: Esteban Flamini

Kemal DerviÅŸ, exministro de economía de Turquía y exadministrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es vicepresidente de la Brookings Institution.

Copyright: Project Syndicate, 2017.

www.project-syndicate.org