“La democracia es solo una forma de organización política, no una doctrina de salvación, por eso los políticos deben ser facilitadores y no caudillos”. La frase es de Adela Cortina y corresponde a un artículo que publicaba hace cinco años en El País (Democracia sin decepción) con motivo del cuarenta aniversario de primeras elecciones democráticas que se celebraban en España después de la Dictadura. En él, la filósofa reflexionaba sobre el camino que tenía pendiente por recorrer nuestra democracia para superar el clima de desafección y desencanto existente entonces en parte de la ciudadanía. Un camino al que no contribuirían, decía en el artículo, los promotores del conflicto y los discursos del odio sino quienes se empleasen a fondo en los problemas que afectan a la ciudadanía como la pobreza, la igualdad o el empleo.
Efectivamente, un lustro después de aquella columna, los hechos parecen dar la razón a Adela Cortina. No son los promotores del conflicto –atrincherados en el principal partido de la oposición y que desde el principio de la legislatura ha emprendido una campaña de deslegitimación del Gobierno de Sánchez– los que están trayendo días de gloria a nuestro sistema democrático, más bien todo lo contrario. Sin embargo, de poco parece que estén sirviendo las políticas sociales y económicas del Gobierno de Sánchez y sus buenos resultados para que esa ciudadanía desafectada salga de su estado de desilusión y le preocupe la mella en la calidad democrática que supone que el PP pacte gobiernos con la extrema derecha (en Castilla y León) o incumpla la Constitución para bloquear el sistema de designación y provocar que haya miembros del CGPJ y el Tribunal Constitucional con el mandato caducado. Sin embargo, entre la ciudadanía si algo cala es más el ruido que ver las cosas con una perspectiva analítica. La desinformación gana y con ello la distorsión de la realidad, algo en lo que tampoco ayuda el tipo de periodismo político que se hace hueco en las televisiones y las plataformas digitales.
Un ejemplo curioso de cómo el discurso catastrofista de la derecha y extrema derecha está calando entre la gente y cuál es el peso que puede llegar a tener este en la distorsión de la realidad y el actual estado anímico de la ciudadanía, lo refleja el último Barómetro del CIS. En este se señala cómo prácticamente dos de cada tres españoles califican su situación económica personal como buena o muy buena al tiempo que casi la misma proporción califica la situación económica de España de mala o muy mala. Algo sencillamente imposible: si a la mayoría de la gente le va bien económicamente, ¿cómo puede ser que al país le vaya mal? Esto The Economist lo ha resumido con una frase: “los españoles son demasiado gruñones con su política”. Lo cierto es que, demasiado gruñones o no, en España, al igual que en otros países, la estrategia política de la derecha ultraconservadora (especialmente de sus privilegios) es ahondar en la desilusión política, la desafección a las instituciones y la desconfianza hasta generar un estado de decepción perfecto para ganar sus citas electorales pero alarmante para la conservación del sistema democrático y la pluralidad.
No hay mejor escenario en este momento para Núñez Feijóo y Santiago Abascal que el que se desate una crisis de legitimidad democrática en nuestro país a pocos meses de las elecciones autonómicas y municipales. Una crisis que, y esto es lo sumamente delicado, va a depender de lo que diga el Tribunal Constitucional los próximos días cuando adopte una decisión que bien podrá ser una caja de resonancia del ruido y la obstrucción al correcto funcionamiento de las instituciones que promueve el PP si paraliza la tramitación de las reformas del CP, o bien puede servir de refuerzo a la política de acuerdos y consensos entre fuerzas políticas representativas que viene impulsando el Gobierno. Desde la ética política, la decisión debería tener en cuenta (además de los preceptos constitucionales) que la democracia tiene que ver más con los consensos que con la obstrucción, pero, desde la coyuntura política, la decisión del TC debería evitar ahondar aún más en el estado actual de decepción de la ciudadanía y hacer caso a Adela Cortina cuando dice eso de que “las palabras tienen más importancia que nunca como clave de convivencia ética”.