A cuenta del conflicto en Catalunya, durante estas semanas me ha tocado escuchar preguntas del calibre de: ¿tan importante es la ley? La ley, emitida por una cámara de representantes elegidos democráticamente, y su aplicación a todos los ciudadanos/as en igualdad de condiciones (que es lo que diferencia a un Estado democrático, social y de derecho, de una autocracia), es la más alta consecución de la organización humana en sociedad. La ley iguala a ricos y a pobres, a humildes y a magnates. La ley es la salvaguarda del débil frente al poderoso, del ciudadano frente a la arbitrariedad del poder. Sí, CIUDADANO, CIUDADANA, frente a engrosar un elemento más de la tribu.
Las leyes de desconexión del 6 y 7 de septiembre, rompieron por la vía de hecho y de forma unilateral con la legalidad vigente. ¿Cuáles fueron a partir de entonces los límites de un poder ejecutivo en Catalunya, que se reconocía soberano y sin sujeción a la “legalidad española”? ¿Cuál era la seguridad de un ciudadano frente a una administración, cuya presidenta del órgano legislativo no se siente compelida por las resoluciones de los tribunales? ¿Adónde se podría acudir ante cualquier abuso de la administración? Puigdemont llegó a tal paroxismo en cuanto al ejercicio de un poder sin control, que en una Cámara a la que en teoría solo iba a hacer una declaración, paralizó con la expresión de su sola voluntad, lo previsto en su legalidad paralela como consecuencia del plebiscito de independencia. La palabra del president se convirtió en ley, retrotrayéndonos al tiempo del Rey Sol. Algunos hablarán de un libertador, yo en un poder ejecutivo sin límites y contrapesos, solo veo la expresión más pura de la tiranía.
La Constitución Española posee cláusulas de cierre que pretenden que la democracia pueda reaccionar frente a situaciones excepcionales. No son diferentes a las contenidas en otros textos constitucionales. El artículo 155 es una de ellas y nadie puede hacer una fiesta porque se acaben dando las circunstancias que justifiquen su utilización, pero desde luego debemos agradecer que el Estado de derecho posea instrumentos que permitan restablecer la legalidad y atender al interés general. Es obvio que no debimos llegar aquí y que un conflicto eminentemente político debe solucionarse en términos políticos; a mi juicio, el que no lo hayamos hecho es una responsabilidad compartida entre los independentistas y el PP. Pero el que una esfera del conflicto se haya situado en el ámbito del derecho, sí es una responsabilidad exclusiva del Govern de Catalunya y de la exigua mayoría parlamentaria que lo sustentaba. Que el Gobierno renunciara a la restauración del Estado de derecho en ese territorio y que los partidos políticos no lo apoyáramos, hubiera sido una enorme irresponsabilidad.
Lo más grave que encierra el paso que dio el viernes el independentismo, con todo, es la alteración de las reglas mínimas de convivencia. Un espacio de convivencia no se puede alterar por una mayoría parlamentaria anémica (ya sin tener en cuenta la obvia falta de competencia del órgano), como no se pueden alterar las reglas básicas que afectan a nuestro modelo de vida. ¿Alguien concibe que, ante un caso de indignación suprema derivado de un hecho luctuoso, una mayoría exigua en el Parlamento, sustentada en las calles por una gran movilización ciudadana, restaurara la pena de muerte en España? ¿No es el derecho a la vida un valor superior de nuestra convivencia? ¿No pelearíamos entonces desde la izquierda para que eso ni siquiera fuera disponible, en un referéndum que se saltara las más mínimas reglas para la modificación de nuestra Constitución? ¿No estaríamos hablando del mismo argumento simplificador, del “derecho a decidir” en ese caso también?
La actuación política del PP ha sido nefasta y corresponsable de sumir a Catalunya y a toda España en la mayor crisis territorial de toda nuestra historia democrática. Primero, recogiendo firmas por toda España para recurrir en el Estatut catalán los mismos artículos que su partido convalidaba en el texto de otros estatutos de autonomía. Después, por hacer caso omiso del evidente malestar que compartían en Catalunya no solo los independentistas, sino otros ciudadanos que se sentían ninguneados por su Gobierno. En lugar de encarar con empatía la situación, de establecer puentes de diálogo, han permitido que el independentismo cosechara los frutos de su política. Han sido la cigarra que al final del verano se ha encontrado sin nada con qué pasar el invierno.
Lo que ocurre es que el problema del Gobierno (algunos de los que más gritan han hecho lo imposible porque Rajoy fuera presidente) es ahora el problema de las instituciones; y esas instituciones son de todos y de todas. Y es evidente, que la mayor de las torpezas en política no puede justificar el desafío institucional y la ruptura de las reglas de juego. Quienes podrían encontrarnos como aliados para acabar con este Gobierno y con sus nefastas políticas, no pueden pretender que confundamos a España con el PP. Que confundamos a quienes gobiernan circunstancialmente las instituciones, con las propias instituciones.
Durante las últimas horas, los socialistas hicimos lo imposible por conminar al entonces todavía president a convocar elecciones autonómicas, permitiendo así que el conflicto se pudiera volver a enmarcar en el ámbito exclusivamente político. Han sido evidentes para todo un país atento a los acontecimientos que se sucedían, los esfuerzos de PSC y PSOE en el Parlament y en el Senado, por evitar un punto de no retorno hasta el último minuto. No ha sido posible, la declaración de independencia de la mitad de los miembros del Parlament estalló cualquier posibilidad de acuerdo. Esa votación de independencia, más que la consecución gloriosa de un trasnochado sueño romántico, parecía un asalto a un camino (protegidos los “héroes nacionales” por el embozo del voto secreto).
A mi juicio, el Estado ha actuado con mesura e inteligencia al anunciar elecciones el 21 de diciembre, solo un día después del que se hubieran celebrado de haber Puigdemont asumido la que era su responsabilidad. De que la aplicación del 155 está siendo lo más proporcionada posible de acuerdo a las circunstancias, habla muy bien la reacción de los voceros mediáticos de la caverna española. No, el 155 no servirá para arreglar el problema político de fondo, pero permitirá encuadrarlo dentro de la legalidad y eso no es una opción.
Culpabilidades aparte, es obvio que se ha roto algo. Para rehacerlo, parece imprescindible impulsar un nuevo pacto constitucional, que pueda volver a introducir a la mayoría de españoles y españolas en un proyecto común (que ya nos gustaría que fuera tan exitoso como el del 78; no se valora lo que se tiene hasta que se pierde). Para conseguirlo será imprescindible abandonar la política de trinchera, para que impere otra clase de cultura y no será fácil.
Uno de los regalos que también nos deja el independentismo, es una derecha española blanqueada de corrupción en cuanto a su exposición pública y con su electorado muy movilizado. A ello la izquierda tendrá que reaccionar planteando su propio modelo y convenciendo de que si fue posible descentralización y una España más fuerte, lo puede volver a ser. Los socialistas hemos sido históricamente los garantes de un modelo equilibrado y de progreso y ahora nos vuelve a tocar ese papel: contando con todo el mundo y buscando espacios compartidos. También es conveniente una reflexión profunda en Podemos acerca de si pretende jugar un papel en las instituciones y para toda España, o se abandona a una senda antisistema y rehén de las pulsiones nacionalistas que también anidan en su interior. Cuesta intelectualmente conciliar los valores de la izquierda, con un movimiento anacrónico y empobrecedor tal es una segregación territorial al grito de “Espanya ens roba”.
Mientras termino estas palabras, asisto atónito a la declaración grabada de Puigdemont, en la que amenaza con tensar aún más la cuerda. Da la sensación de que hay quien busca una tragedia que pueda capitalizar políticamente. Hagamos lo imposible por impedirlo y, llegado el caso, tengan en cuenta sus impulsores que serán marcados con la señal de la ignominia para la historia.