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El dilema: ¿adelantar o no adelantar las elecciones generales?

Guillermo López García

La hoja de ruta de este gobierno para la recta final de la legislatura era, hasta hace un par de meses, muy clara: había una recuperación económica en marcha, proclamaba el Gobierno en todos los foros, políticos, económicos y desde luego mediáticos, a su alcance (que son muchos); y pronto los españoles comenzarían a notar sus efectos.

El escenario político posterior a las elecciones europeas había generado una enorme incertidumbre en torno a las posibilidades reales de Podemos, así como respecto de la erosión del bipartidismo. Pero esa incertidumbre, durante mucho tiempo, se centró en el entorno del PSOE y la izquierda española. Por eso dimitió el secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, poco después de las Europeas, y por eso el PSOE escogió a su sustituto en un proceso de primarias. Y por eso, también, asistimos, incluso antes de la llegada de Pedro Sánchez, a un vertiginoso proceso de abdicación y coronación que dejase la monarquía, por lo pronto, atada y bien atada. No fueran a encontrarse, un par de años después, que el nuevo PSOE ya no era tan monárquico, o que sencillamente ya no era un partido mayoritario.

Todo este proceso tenía (y tiene) muy preocupado al PSOE. Pero, al menos por un tiempo, no al PP. Podemos subía y subía, en la mayoría de las encuestas superaba en voto directo al PSOE (y en la última que se ha difundido, una encuesta de Sigma-Dos para Tele 5, también en estimación de voto). Pero en el PP estaban, al menos al principio, más tranquilos. Porque creían que lo de Podemos era un fenómeno acotado en la izquierda, que a ellos no les quitaba votantes. Y que, en todo caso, su supremacía electoral estaba fuera de toda duda.

El sociólogo de cabecera de Rajoy, Pedro Arriola, dibujó un escenario idílico en el que Podemos y PSOE se disputaban el voto de la izquierda y acababan repartiéndose un 40% del electorado, mientras el PP concentraba el 30% de fieles votantes de la derecha, suficiente para ganar las elecciones. Y ese 30%, con nuestro sistema electoral, y sobre todo con la distribución provincial de escaños (donde hay muchas provincias poco pobladas, con menos de siete escaños para repartir), le ofrece al PP una enorme ventaja competitiva que se sustanciaría en obtener, con un 30% de los votos, los mismos escaños (o más) que la suma de PSOE+Podemos, con un 40%.

Tal vez ese 30% no fuera suficiente para gobernar en solitario, pero en el PP confiaban, y confían también ahora, en que el PSOE sabrá ser reflexivo y responsable, a la hora de la verdad. Y ser “reflexivo y responsable” en España significa continuar las políticas que nos han llevado a la situación actual. Tapar escándalos, enquistarse en el poder, y continuar ignorando a la ciudadanía mientras se atiende a lo que tienen que decir “los mercados”. Sobre todo, los mercados que hay en España, y quienes los detentan como estructura de enriquecimiento privado a costa del erario público.

Es decir: el PP confía en la victoria, y en certificar su victoria con una Gran Coalición, en la que el PSOE sería el socio minoritario (el tonto útil, para entendernos) que se inmolaría electoralmente, quizás para siempre, a cambio de mantener el statu quo. Y dentro de cuatro años, ya veríamos. Más o menos lo que han hecho Nueva Democracia y Pasok en Grecia.

Esa era la hoja de ruta hasta hace muy poco tiempo. El problema es que esa hoja de ruta se basaba en que, en efecto, la recuperación económica es real, y acabaría notándose. Y para eso, cuanto más tiempo pase antes de las elecciones, mejor. Y se basaba también en que es indudable que, de haber elecciones, el PP sería el partido más votado.

Pero desde septiembre hemos tenido, en apresurado recordatorio: un contagio por Ébola en España, directa e indirectamente imputable al Gobierno español (que trajo a España a dos misioneros infectados con el virus sin contar con las condiciones sanitarias mínimamente exigibles para hacerlo con garantías). La dimisión de un ministro como consecuencia de la retirada de la reforma de la ley del aborto. El Pequeño Nicolás, que a mucha gente le parece un fenómeno ridículo, o extravagante, pero que, conforme más se analiza, más claro queda que era quien decía ser (un comisionista encargado de fajar acuerdos entre políticos y empresarios). Escándalos de corrupción que se suceden vertiginosamente y que demuestran que la corrupción política en España parece más una parte fundamental del sistema que un fenómeno esporádico y marginal. Y, por supuesto, el trasfondo del independentismo catalán.

Mientras el Gobierno presenta esa magnífica hoja de servicios, la economía europea vuelve a pasar por dificultades. Lo que quizás conlleve que la fantasmagórica recuperación española se desvanezca incluso antes de aparecer. O sea tan débil que no compute a efectos electorales (si el empleo que se crea es escaso y precario).

Al mismo tiempo, Podemos se está convirtiendo, indisimuladamente, en un partido político transversal. El partido de “la gente contra la Casta”, cuyo líder Pablo Iglesias, en su entrevista con Jordi Évole en Salvados, realizó un apresurado maratón simbólico en el que habló bien, sucesivamente, del Ejército, del Papa y de Letizia Ortiz. Un partido que ofrece medidas de indiscutible sabor populista (renta básica, jubilación a los 60), quizás irrealizables. Pero que, sobre todo, por encima de todo, ofrece echar a los que ahora están. Y eso sí que es popular: es, de hecho, el verdadero principio motor que les proporciona la inmensa mayoría de sus votantes.

En mayo, Podemos obtuvo un 8%. En julio, las encuestas ya le daban un 15%. Después del verano, la cosa ha subido a un 20%, y últimamente, a un 24% (por delante ya del PSOE). La publicación del próximo sondeo del CIS, probablemente este mismo lunes, ha generado una expectación máxima. Ese ascenso no es sólo a costa de exvotantes del PSOE e IU: también se nutre de ciudadanos que votaron al PP en 2011 y ahora estaban en la abstención. No se decidían por ninguna candidatura porque ninguna de ellas les ofrecía un escenario de cambio creíble. Es decir: ninguna de ellas les podía garantizar que, votándoles, podrían echar al PP y al PSOE de las instituciones. Pero Podemos, por el contrario, sí que puede ofrecer eso. Y, mientras no cometa errores clamorosos, todo indica que puede seguir subiendo.

Y ahí es cuando llegamos al punto de no retorno, para el PP: el momento en el que Podemos tome la delantera y se convierta en el partido más votado. Un escenario de pesadilla para PP (y PSOE), porque quizás ni siquiera una Gran Coalición de segundo y tercero sea suficiente para gobernar. Quizás Podemos, con un 30%, pudiera obtener más diputados que la suma de PP y PSOE, con un 40% (y habría que ver si el PSOE se atreve a apoyar al segundo, al PP, en lugar de apoyar al vencedor, Podemos). Es decir, el escenario soñado por Arriola, pero con Podemos en el lugar del PP.

Por ese motivo, últimamente se han recrudecido los rumores de un adelanto electoral. Apenas hace un par de meses se hablaba de si Rajoy extendería la legislatura hasta enero de 2016, y ahora, en cambio, el objetivo sería adelantarlas a mayo. Está claro que los rumores proliferan, pero casi nunca se consuman. Y, sobre todo, está claro que Mariano Rajoy no es precisamente alguien muy amante de las sorpresas y de hacer algo, en alguna esfera de actuación, diferente de lo que estaba previsto. Pero, aun así, no cabe descartar que las elecciones autonómicas y municipales de mayo sean, también, elecciones Generales, y que el PP se lo juegue todo a una carta. Entre otras cosas porque es previsible que, tras esos comicios, el PP pierda muchos ayuntamientos y comunidades autónomas, y llegue unos meses después a las generales extraordinariamente debilitado.

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