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Que Dios no nos ayude

12 de agosto de 2020 21:41 h

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Una vez, en mi país, un ministro de economía anunció un paquete de medidas durísimo y acabó diciendo “que Dios nos ayude”. Es uno de mis momentos preferidos de la política mundial. La tradicional desfachatez de la autoridad iba un poco más allá y se mostraba desarmada ante el futuro que desdibujaban sus propios decretos. El pueblo, que se enteraba en directo por televisión de que una vez más iba a pagar los platos rotos de una crisis, veía a un tecnócrata con corbata y maestría en Harvard encomendándose al Altísimo. Al día siguiente la leche iba a costar el doble; el pan, tres veces más, y miles de personas iban a caer de un momento a otro en la pobreza y la pobreza extrema. Eran los noventa en Perú, pero los gobernantes ya usaban estrategias para condenar a muerte a los más pobres y dejaban, además, flotando el señuelo de la fe pero bien aplicado a la macroeconomía.

La sensación hoy es que, como producto de décadas de políticas neoliberales, seguimos necesitando la ayuda de Dios porque hay más posibilidades de que exista Dios que de que exista Estado. Si hay un sistema que se ha reavivado y fortalecido desde el inicio de la pandemia es el de la necropolítica. En países ricos y pobres, los gobiernos y sus élites empresariales deciden quiénes viven y quiénes mueren. Dejar morir es matar. Privatizar hoy, como hace Ayuso en Madrid, también es dejar morir. Es decir, que en el improbable caso de que exista Dios, los gobiernos lo han suplantado: en Europa se mata a los mayores para equilibrar las pensiones. En Estados Unidos, a los migrantes que odia Trump y a los afroamericanos sin seguro de salud. En todas partes se mata a los presos en cárceles hacinadas e infectadas por el virus. En Latinoamérica se mata a los indígenas que se ven como estorbos para el avance de los proyectos mineros. Las élites criollas latinoamericanas que en el poder prefirieron enriquecerse y corromperse que invertir en salud pública siguen exponiendo a los más vulnerables a la muerte cada día. 

El colonialismo duele más cuando las noticias de su buena salud vienen de África, la chacra de Europa, que expone a la muerte con sus políticas migratorias fanáticas a miles de subsaharianos al año en sus fronteras. Mientras, aquí siguen llamando a misa y pagando a sus reyes corruptos. Hace unos días nos enterábamos por las noticias de que en Africa las multinacionales del oxígeno están fijando precios desorbitados para los hospitales. Air Liquide, por ejemplo, que opera en España. En Latinoamérica no es muy distinto. Estas empresas que se lucran con la salud ya han sido multadas por lo menos en Argentina. Cada día en mis redes sociales peruanas circulan mensajes desesperados de gente que necesita encontrar oxígeno a buen precio. Se organizan redes de apoyo para informar dónde y a cuánto conseguir una bombona para salvar la vida del padre, de la madre, del hermano. Los que pueden se proveen de bombonas que reservan en sus casas por si enferman. Por el manejo que ha hecho el gobierno ecuatoriano de la crisis y por el reguero de muertos que no cesa, la escritora quiteña Maria Fernanda Moscoso renombró al coronavirus como “el colonial virus”.

“El futuro queda eliminado”, escribía hace poco Eliane Brum sobre el Brasil de Bolsonaro; la idea de futuro ya no existe, pero según ella no se trata de un retroceso sino de “una construcción” que avanza. La política de Estado no es otra que la “religión del odio”, capaz de negar camas y agua potable a las pueblos indígenas porque ni siquiera los considera cien por cien humanos. Por su gestión de la pandemia, el gobierno brasileño podría ser investigado por genocidio y juzgado por crímenes de lesa humanidad. En Brasil, Dios trabaja a sueldo y le paga el presidente. No, gracias, mejor que Dios no nos ayude.

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