La edad del estigma aceptado

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No hay duda de que en estos tiempos que corren la vejez arrastra un estigma (como tantas otras cosas, pues vivimos en la era del estigma). A falta de una comprensión más cabal de los asuntos humanos, tendemos a imponer marcas dolorosas sobre aquello que se nos escapa, que no facilita la entrada a su entendimiento (a causa generalmente de su ambigüedad) o que por razones diversas se ha convertido en enemigo o adversario. Lo peor del estigma es sin embargo el autoestigma. Aquí la víctima es también su verdugo. Es decir, y en este caso, el viejo siente sobre sí, y está de acuerdo con ello, todas las carencias y pecados que la comunicación y las relaciones sociales le adjudican: menoscabo físico y mental, marginación, olvido, falta de competencia, sentimiento de falta de utilidad para los demás, conciencia de parasitismo, etcétera.

El autoestigma funciona en la dirección de convencerse uno mismo de que la realidad (es decir, el consenso público) tiene razón. Y así los viejos, mucho antes de ser objetivamente viejos o incluso siéndolo, lo primero que padecen es una vejez emocional que se autoinflige sus propias limitaciones en todos los órdenes señalados. He aquí un acelerador efectivo de la decadencia de los individuos, más allá de la edad y de las lacras.

Se trata de una autopersuasión psicológica que se nutre del medio, de argumentos ideológicos y culturales que circulan de manera implícita en la información y en la representación. Y para esto no hay edad: sentirse viejo a partir de unos cuantos datos de la realidad convencionalmente adjudicada a la vejez puede suceder en cualquier periodo, entre márgenes por lo demás bastante amplios.

Durante años he visto y tenido experiencia de amigos y conocidos con dificultades físicas que han sido atribuidas al paso del tiempo y aceptadas como tales. En los casos en que se han enfrentado abiertamente a estas cargas, básicamente con dieta, ejercicio y vigilancia médica, las han superado hasta niveles difíciles de creer. Hay uno en particular que comenzó a correr a los 60 años de edad, cuando ya se veía postrado en el lecho hasta la hora final, y hoy, con 65, corre maratones. Y sin el sufrimiento que pudiera imaginarse.

Por supuesto, esto no siempre es así. A veces hay daños que son irreparables, producto del desgaste o de una herida genética que se aparece en cierto momento. A veces hay sencillamente enfermedades y accidentes que no están inscritos en el curso del tiempo, sino en el de la vida humana que hay que vivir con sus esperanzas y sus pegas.

Pero lo cierto es que las desgracias, los accidentes y las traiciones de la genética no son exclusivos de la senectud. Pueden ocurrir en cualquier época de la vida y de hecho muchas personas arrastran cargas que vienen de muy atrás. No hace falta ser viejo para que dejen de funcionar las rodillas o la memoria.

He aquí una de las claves del asunto. La vejez es un periodo de la vida, del mismo modo que lo es la adolescencia (por citar uno especialmente peligroso y lamentable) o cualquiera de las otras épocas en que convencionalmente dividimos la existencia. En cada una de ellas hay que disponerse a atravesarla con el equipaje que cada uno lleve en la mochila y con los recursos que le ofrezcan o que se le presenten. No existe ninguna época de la vida que esté exenta de dificultades, cuando no de graves temores, desesperación y desorientación. No se conoce ninguna en que no haya riesgo mortal, en que no se sufra, en que no se cometan errores cruciales y en que no nos sintamos disminuidos en nuestra capacidad de enfrentarnos a la fuerza de los acontecimientos.

En síntesis, la vejez no se distingue en cuanto a retos y recursos de los otros momentos de la vida y, como en cualquiera de ellos, cabe la posibilidad de que no los superemos o de que no nos acompañen los elementos indispensables; o de que la estrategia empleada esté completamente equivocada y lleve izada la enseña del desastre. La vejez es todavía la vida y, a pesar del estigma, ni es una antesala de la muerte ni es propia de los que se están despidiendo de la producción o del amor. Se trata sencillamente de una aventura como las otras, con los mismo déficits y apuestas.

Por supuesto, todos tenemos asumido que es una época que se aproxima a la muerte y cuyo horizonte es limitado. Este es uno de los tópicos más sobados de la cuestión. Sin embargo, todas las épocas y todas las conciencias, desde que nacen, están oscurecidas por las sombras de la desaparición de este mundo. Somos mortales, pero no somos más mortales cuando somos viejos que cuando somos niños. Somos mortales todo el tiempo y lo que compartimos es una certeza esencial de que no sabemos cuándo vamos a morir. Como dice el proverbio chino, nadie hay tan viejo que se vaya a morir en este mismo momento ni tan joven que no pueda morir en los próximos cinco minutos. Somos mortales y cada acto que emprendemos lleva el sello de la mortalidad, de la incertidumbre, del absurdo.

El que la vejez haya sido estigmatizada (e interiorizado el estigma) se debe a dos aspectos profundos que caracterizan nuestro mundo desde el punto de vista de la mentalidad colectiva: el trabajo y la percepción de la muerte.

Prácticamente todas nuestras relaciones sociales y nuestros afectos se originan o desembocan en la vida laboral. El trabajo es la forma de socialización de los individuos en nuestra sociedad y fuera de él resulta complicado entablar relaciones y darles sentido. El tiempo que empleamos en la actividad productiva refleja la importancia que tiene en nuestras vidas y avisa también de sus consecuencias. Por otro lado, es la única vía aceptada universalmente de sentirse útil a la comunidad, responsable con ella, asunto capital a la hora de encontrar la satisfacción personal dentro del grupo y de las instituciones que rigen la vida. La felicidad y lo contrario, en nuestro medio, tienen mucho que ver con lo que sucede con el trabajo. La figura central de nuestro mundo es sin duda el trabajador.

La vejez supone la expulsión de esa red de relaciones y de sentido que da la actividad laboral. Fuera de ella, los individuos apenas pueden aspirar a tejer una red propia y a encontrar elementos de una nueva dignidad, más allá de las actividades para jubilados, que remarcan a su vez el carácter alienado de los participantes. Algo parecido se observa entre los parados de larga duración en lo que respecta a sus vínculos y consideración propia y ajena.

En cuanto a la muerte, nuestra cultura la ha expulsado al extrarradio de la existencia. El deterioro que la anuncia es una especie de lugar sagrado (es decir, intocable) y se lo ha rodeado de muros. La educación y la socialización han prescindido de la enseñanza y comunicación de los aspectos relacionados con la mortalidad, como el duelo, el cuidado, el consuelo o la despedida, de los que se encargan trabajadores especializados. La muerte no ocupa ningún espacio en el aprendizaje social. Tampoco en las formas de relación interpersonal. Es una sombra que se cierne sobre la existencia y a la que es mejor no mirar, convirtiéndose así en el Gran Miedo y en el Gran Misterio. Los viejos serían, aquí, los heraldos que traen noticias de ese otro lado cuya sola mención nos hace temblar. Mirar a un viejo no es mirar una panorámica de la experiencia o escuchar las vicisitudes de una vida, sino mirar a los ojos de una muerte que aterroriza y cuyo pensamiento arrastra un sentimiento de absurdo.

No resultará sencillo que los viejos (por aceptar esa dudosa categoría) se integren sin estigma en esta sociedad nuestra. A pesar de que la realidad demuestra una y otra vez (como en las últimas crisis económicas, cuando se convirtieron en el crédito de sus familias, o como en las listas de los más ricos del mundo) que siguen ocupando un sitio en el proyecto de todos.