Llega el verano, y, junto con las noticias sobre Gibraltar y las canciones bailongas, las altas temperaturas desatan el ya clásico debate lingüístico de la temporada: ¿se dice “el calor” o “la calor”? No son pocos los hablantes que miran con desprecio a quienes dicen “la calor” por considerarla una expresión vulgar y poco elegante. Las redes están llenas de proselitistas de la forma en masculino que afean el uso de la muy castiza y tradicional “la calor” y abogan por usar siempre y únicamente el más neutral y anodino “el calor”.
La mayoría de diccionarios recogen la variante “la calor” como forma regional o arcaica, aunque la entrada que le dedica la Academia a “calor” en el Diccionario Panhispánico de Dudas es demoledora y da alas a quienes ven en “la calor” un vulgarismo que hay que extirpar: “Su uso en femenino, normal en el español medieval y clásico, se considera hoy vulgar y debe evitarse”, afirma categóricamente el DPD.
Pero a pesar de las recomendaciones académicas, la irreductible “la calor” resiste todavía y siempre a los esnobs, sorteando los desprecios contra viento y marea. Y es que quizá la polémica entre “el calor” y “la calor” no sea solo una cuestión estilística. Algunos hablantes reivindican con pasión el uso de “la calor” arguyendo que no significa exactamente lo mismo que “el calor” y que incluye un matiz o una intensidad que “el calor” no tiene. La calor no es solo la sensación térmica en general, es la tostadera insoportable que cae a plomo en los meses de verano, el fenómeno meteorológico complementario a la fresca, esas horas del día en las que el calor da una tregua y se puede salir a la calle. Un concepto explicable aunque de difícil traducción si no conocemos la necesidad cultural (o, en este caso meteorológica) que las ha engendrado. La calor es la versión hispánica y soledada del gallego y sus setenta formas para denominar la lluvia.
Hasta la propia Academia ha salido en su cuenta de Twitter a matizar que en algunas zonas de España la forma en femenino es habitual y no es percibida como vulgar, desdiciéndose de la afirmación categórica del DPD.
Y es que a pesar de las reticencias de quienes la miran con malos ojos, “la calor” está lejos de ser una recién llegada: el uso de “la calor” está más que bien atestiguado desde hace siglos. El primer diccionario de la RAE, el Diccionario de autoridades (que se publicó allá por 1729) ya recogía el uso de “calor” en femenino.
Es más, la hoy denostada “la calor” era una forma habitual y respetable en el pasado y, de hecho, es fácil encontrársela en textos medievales o en obras del siglo de oro. “Por el mes era de mayo/cuando hace la calor/cuando canta la calandria/ y responde el ruiseñor”, reza el conocido romance del Romancero viejo.
Pero en algún momento de la historia, la forma en masculino “el calor” se pasó a considerar más noble y culta y empezó a comerle la tostada a “la calor”, quizá porque mantener el mismo género que había tenido originalmente en latín su antepasado calor, caloris (masculino) daba caché mientras que la forma en femenino fue cayendo en desgracia hasta quedar prácticamente arrinconada y restringida a usos regionales o menos elevados. La hasta entonces respetable e incluso literaria “la calor” se convertía en la hermana cateta de la familia.
A “la calor” le ha pasado lo mismo que a la boina: lo que en el pasado había sido una prenda ubicua y socialmente aceptable de pronto un día dejó de molar a ojos de algunos hablantes y pasó a ser considerada vulgar y de pueblo. Otras palabras como “murciégalo”, “toballa” o “almóndiga” han sido también víctimas históricas del síndrome de la boina, ejemplos clásicos de palabras antiguas pero perfectamente dignas e intachables en su momento que al evolucionar quedaron como vestigios históricos injustamente rechazados por ser palabras minoritarias o regionales.
En español hay numerosos ejemplos de palabras que admiten sin sonrojo los dos géneros sin que ello nos conlleve demasiados problemas: el mar/la mar, la maratón/el maratón, la cobaya/el cobaya. Estos dobletes son conocidos como palabras de género ambiguo y no son ningún deshonor. No hay, pues, de qué avergonzarse. Reivindiquemos con orgullo y alegría la boina y la calor.