Asistimos estos días a bastantes proclamas altisonantes en las que se asegura que la violencia de género no existe. Los datos oficiales certifican que en los últimos diez años han sido condenados por este delito cerca de trescientos mil hombres, pero estos agresores no existen, ni tampoco sus víctimas. No existen las más de 1.200 asesinadas por crímenes machistas desde 2003. En las últimas dos décadas he tomado declaración como juez de instrucción a centenares de mujeres golpeadas, vejadas o amenazadas, pero estas tampoco existen.
Quizás debería dar credibilidad completa a estas arengas negacionistas y no a lo que he visto con mis propios ojos. Quizás deberíamos hacer caso a quienes sostienen sin despeinarse que la violencia machista es una leyenda urbana inventada por hordas de feminazis o por la masonería internacional. Quizás deberíamos ignorar los registros públicos que desvelan que en la violencia en la pareja el 95% de los condenados son hombres y que en la violencia sexual casi el 100% de los agresores son varones. O tal vez sería más apropiado concluir que hay que ser muy machista para ignorar todos esos datos objetivos, para ser insensible ante tanto sufrimiento y para negar una asimetría estructural tan discriminatoria.
Algunas voces pretenden derivar la controversia al ámbito terminológico. Afirman con cierta simplicidad que las agresiones contra las mujeres son una forma de violencia familiar, idéntica a las restantes, por lo que debe regularse del mismo modo. Por ello, propugnan suprimir el concepto de violencia de género. Sin embargo, estas conductas delictivas no son equiparables, como lo demuestra la realidad social y su propia naturaleza. Si partimos del total de delitos cometidos en la esfera familiar, la violencia de género contra las mujeres representa el 83%. El resto de las infracciones (agresiones de padres a hijos, de hermanos entre sí o de esposas contra maridos, entre otras) supone solo el 17%.
Carece de sentido que el porcentaje mucho mayor de la violencia de género desaparezca como categoría para quedar diluido en el minoritario porcentaje de la violencia familiar. Así solo se lograría invisibilizar la violencia contra las mujeres, para que no se hable de ella, como ha ocurrido casi siempre a lo largo de la historia. Al contrario, cualquier plan de actuación contra la violencia machista implica visibilizar este grave problema y adoptar medidas específicas.
Además, la violencia machista presenta unas características distintivas propias. Así lo han expresado los más diversos tratados internacionales en la materia, que explican que las mujeres sufren esas agresiones por razón de género. El Convenio de Estambul es el más relevante en el ámbito europeo y señala que el género es la referencia central para entender este tipo de violencia estructural. La noción de sexo se refiere a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres. En cambio, el género estaría integrado por “los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres”, según el Convenio. Se trata de unos patrones culturales forjados a lo largo de la historia de la humanidad. Según esos roles discriminatorios, hay cosas de hombres, como la caza, el fútbol o el coñac; y hay cosas de mujeres, como fregar, hacer la compra o aceptar que el marido les pegue lo normal.
Formar parte del Convenio de Estambul conlleva aplicar medidas específicas contra la violencia de género, al margen de la que se ejerce entre otros miembros del grupo familiar. Y, precisamente, los países que realizan una gestión más contraria a los derechos de las mujeres son los que desdeñan la realidad de la violencia de género y los que se han opuesto al Convenio de Estambul. Hungría ha rechazado ratificar ese tratado y Turquía se retiró del mismo tras suscribirlo inicialmente. En ambos casos, se puede constatar la presión de sectores religiosos tradicionalistas que siempre han justificado la desigualdad entre mujeres y hombres. En ambos casos, se argumenta que las mujeres no necesitan una protección específica, sino que basta con la legislación en el ámbito familiar.
Se trata de discursos idénticos a los de quienes también afirman aquí que no existen las agresiones machistas. En España se aprobó por unanimidad de todos los partidos en 2004 la Ley Integral contra la Violencia de Género. La protección legal de las mujeres ha gozado de un amplio consenso social en estos años. Cuestionar esas medidas específicas sería un grave retroceso. Los negacionistas califican como dictadura feminista o ideología de género a lo que simplemente es el contenido de los tratados internacionales suscritos por España, en la línea de las democracias avanzadas. Esconder la violencia machista bajo la alfombra nos llevaría a la situación de Hungría y Turquía.