Hay gente a la que le gustaría sufrir un escrache
Imaginemos que yo tuviera acta de diputado en un país donde el aborto constituyera delito y que en el Congreso se fuera a votar su despenalización. ¿Me gustaría que las juventudes del Opus Dei se plantaran frente a mi casa con fotografías de fetos mutilados y gritos de asesino, asesino? ¿Me gustaría que las juventudes del PP me señalaran por la calle, me hicieran escrache, me acosaran para obligarme a cambiar el sentido de mi voto favorable a la despenalización?
Evidentemente, no. No me gustaría nada. Preferiría votar lo que me diera la gana (entiéndase en España: lo que mi partido me ordenara) y que los jóvenes católicos me aplaudieran por la calle, me abrazaran orgullosos de mi trabajo como diputado, aunque mi voto fuera contrario a su ideología.
Pero nadie me obliga a aceptar un puesto en las listas. Puedo quedarme en mi casa, estudiar unas oposiciones para auxiliar administrativo o dedicarme al tráfico de estupefacientes. Si me meto a representante de los ciudadanos —esa condición que a menudo se invoca como patente de corso— tengo que saber que mi trabajo consiste en tomar decisiones que afectan a la gente. Y que la gente afectada se puede molestar.
¿Estoy diciendo que es legítimo apalear a un diputado que vota una resolución contraria a nuestra manera de pensar? No, no estoy defendiendo eso. ¿Estoy diciendo que protestar frente al domicilio de un diputado cada vez que vote algo que no me gusta es un derecho inalienable? No, tampoco.
Estoy diciendo esto: los escraches que lleva a cabo la Plataforma de Afectados por la Hipoteca no sólo son legítimos sino saludables. Legítimos porque son una defensa —bastante inocua por cierto— frente al terrorismo de Estado. Sí, quitarle a una familia de parados su única vivienda es terrorismo de Estado.
Y saludable porque gracias al escrache el diputado puede abandonar por un momento su urna de cristal y sentir en directo, sin intermediarios, el sufrimiento que su decisión de no modificar de arriba a abajo la ley hipotecaria provoca en la gente.
Es cierto que cuando se gritan consignas frente al domicilio particular de un diputado se perturba también a su familia.
Es lo que tienen las huelgas y las manifestaciones, que molestan a gente que no tiene nada que ver con el conflicto. ¿Cuántas veces nos habrá afectado a nosotros una huelga de transportes o una manifestación en el centro? Muchas, pero no por ello vamos a prohibirlas, aunque algunos políticos —los de siempre— hayan empezado a sugerirlo.
Además, si la familia de Su Señoría se beneficia de los privilegios aparejados al acta de diputado, empezando por el sueldo, no parece tan grave que tenga que soportar de vez en cuando la molestia de unos gritos frente a su casa.
Que piense que muchas de las personas que están abajo darían dinero por estar sufriendo uno de esos inhumanos escraches. Eso significaría que por lo menos no han perdido su casa y que tienen un domicilio frente al cual los diputados podrían protestar.