Otto, el padre de Ana Frank, fue el único sobreviviente de los habitantes del escondrijo de calle Prinsengracht 263 en Ámsterdam y fue él quien, tiempo después, entregaría el diario de su hija para su publicación. En la entrada del diario con fecha 5 de julio de 1942, Ana escribe que están sacando cosas de su domicilio para salvarlas de los alemanes y anota que su padre le alerta por primera vez de que ellos también corren riesgo de caer en manos de los nazis.
Cuando uno visita la casa de la calle Prinsengracht 263 en Ámsterdam y sube varias escaleras que finalmente conducen al escondite que Ana llamaba “nuestra hermosa Casa de atrás”, cuesta mucho trabajo pensar en una adolescente cavilando en los remolinos de su lábil personalidad. Por el contrario, se experimenta la ausencia del personaje del diario. Tal vez lo que mayor desasosiego genera es mirar las marcas con lápiz en una pared donde se van registrando las alturas que van ganando los cuerpos de Ana y de su hermana Margot, dos años mayor, y que posiblemente hayan sido hechas por Otto. Es como esos olores que se nos cruzan de repente y despliegan la fantasía de un pasado tan vívido que nos hacen vacilar un segundo y sentir en ese instante fugaz la presencia de alguien ausente, y en el absurdo intento de querer revivirlo se desvanece y nos quedamos con la nada. El vacío de Ana está en esa marca. En su cuarto, donde escribió el diario, hay viejas fotos descoloridas de artistas de Hollywood y una ventana que da al patio del centro de manzana. Paul Auster en La invención de la soledad afirma que desde ese sitio, a través de esa ventana, se pueden ver al otro lado del patio las ventanas traseras de la casa en la que vivió René Descartes. Auster imagina a una Ana Frank, sobreviviente de la guerra, leyendo a Descartes, que no se cansaba de alabar a ese país por la inmensa libertad que le ofrecía.
Desde esa ventana puede que Descartes viera caer las hojas de los árboles o los copos de nieve en invierno. Pero le daba igual. Galileo había conseguido el retrato de la caída de los objetos mediante el cálculo aproximado de cómo y dónde caía una cosa. A partir de ese momento la técnica se volvió autónoma porque ya no estaba ligada a los fenómenos. Todo se podía calcular y daba igual que fueran obuses o manzanas. El diseñador Otl Aicher, quien no duda de las buenas intenciones de Descartes, desarrolla una teoría despiadada pero no por ello carente de perspectiva, a partir de la voluntad del filósofo francés por mejorar la representación del cálculo con el sistema de coordenadas con un eje horizontal y otro vertical. Con una curva que atraviesa los ejes del tiempo y del espacio, se puede saber donde se encuentra, por ejemplo, un proyectil en cada momento. Con lo cual el proyectil deja de serlo para convertirse en una ecuación matemática. Pero la operación permite incluso, a través del cálculo, obviar la curva, con lo cual, en esta operación desaparece el fenómeno, o sea, el proyectil, y su retrato, la curva. Así comenzó la época digital. La realidad se redujo a una regularidad calculable. “El ser humano, con su modo de ver y de pensar, desaparece del escenario. La técnica y la ciencia se desarrollan sin que la humanidad participe en ello, sin su valoración y sin su control”, concluye Aicher.
A través de la digitalización en sistemas de coordenadas, la operación de Descartes permite evitar la participación del ser humano porque queda excluido de la historia y de su desarrollo. De esta manera, el lenguaje de nuestros días es accesible a un ingeniero, un estadístico o incluso como metalenguaje a un empresario, pero resulta ajeno para todos los demás, dado que la condición del hombre es analógica aunque pueda hacer uso de las técnicas digitales.
Descartes alcanzó su meta, consiguió aprehender la verdad en cifras pero se le escapó el mundo como mundo. Todo es medible, tanto las peripecias para conseguir un trabajo, las vivencias de una relación sentimental, la elección de una forma de vida o el cambio de una carrera universitaria por otra, en fin, lo cotidiano, lo que nos va conformando en lo que somos como también, por supuesto, lo que está fuera de nuestro control, como la incidencia de las reformas económicas o las consecuencias de una intervención armada.
Si los ciudadanos no somos una variable atendible para este mundo, si quedamos fuera, si se nos excluye, no es un mundo exacto sino erróneo.