Eutanasia y muerte digna: Mirando hacia afuera

Resulta complicado hablar, una vez más, de eso que llamamos ‘el final de (toda) una vida’ sin caer en tópicos y manierismos, sin volver a decir lo que tantos otros han dicho y nos aburrimos de escuchar, para seguir de nuevo en el mismo punto del principio.

Resulta complicado porque se ha hablado mucho de la muerte desde siempre pero, especialmente, lo es más porque en las últimas décadas se venido haciendo de una manera un tanto diferente, como ‘a borbotones’, ‘por acumulación’, como si tuviéramos que resolver en un instante lo que desde hace años venimos aplazando.

También lo es que se haga alrededor de términos y planteamientos manidos, cuando no manoseados hasta la náusea, como lo es el de la eutanasia. Como sucede y ha sucedido en tantos debates recientes, viene siempre caracterizado por el enrocamiento de posiciones, sin dar cuenta de que en el fondo todos intuimos que, a falta de consenso, queda por abordar algo no expresado, más profundo: la base de todo ello.

El afrontamiento del hecho que (toda) una vida, más o menos longeva, se acaba, sea la nuestra o la de otro, resulta costoso, muy costoso.

Pero y ¿entonces? ¿qué podemos hacer?

Empecemos por lo que hacemos:

Podemos hacer un mito de ello y creer que nos encontraremos con los otros, los ya desaparecidos, en un más allá, llámese Cielo, Aaru, Nirvana, Campos Elíseos, Valhalla o cualquier lugar morada de dioses, ángeles, muertos o almas;

Huir de cualquier referencia a la muerte, obligándonos a hacer un esfuerzo activo de ocultamiento y represión (con más o menos éxito) tapando, escondiendo o impidiendo cualquier manifestación, referencia o expresión de la misma;

Movernos “como si” la muerte sólo le llegara a los demás, nunca a nosotros, “como si” perteneciéramos a un supuesto grupo de inmortales (sólo confirmado en la ficción literaria y cinematográfica, lo que parece que nos resulta suficiente);

En el supuesto de la eficacia productiva, observar el fenómeno “como algo que sucede”, algo que puede preverse estadísticamente cual cálculo de riesgo sobre la supuesta seguridad de vida. Esto permite poder ajustar nuestro quehacer vital, con el escaso tiempo disponible en lo cotidiano, para cuando toque “a los otros”, porque ¿quién tiene tiempo para morirse? Y, del mismo modo, ¿quién tiene tiempo para la muerte de otro, para el desconsolado, para el moribundo, para quien está en duelo o en fase terminal?

Pero lo que sucede y se impone (¡qué empeño el de la realidad!) no sólo tiene que ver con el instante final. El quehacer de la muerte no solo tiene en su interior papeles (son muchos) a cumplimentar, funerarias, entierros, urnas o flores. ¿No sucede acaso normalmente que tardamos un tiempo en morimos, que lo hacemos ‘de a poco y a trompicones’? ¿Acaso no se alcanza el final de forma progresiva? No nos referimos a las personas (pacientes, en el argot médico) con múltiples patologías o con enfermedades crónicas, sino al momento real de ‘la despedida’ (¡?), ese momento en el que la vida se quiebra en un binomio de salud-existencia del individuo y la persona que se muere se distancia, durante un lapso de tiempo, separándose de sí mismo y de los suyos.

Posiblemente no haya un fenómeno parecido en la existencia humana. La separación resultante de ese cambio progresivo y único que acontece en la persona llevándola al aislamiento, una gran parte de los casos no corresponde con la auténtica necesidad que la persona tiene de los otros, probablemente causada por la propia decadencia y merma de su capacidad emocional y orgánica como fuente de identidad y sentido vital.

Es en la respuesta a esa soledad, con la vivencia de aislamiento y sentida como caso único por el individuo (ahí no sirven las estadísticas), donde nos jugamos nuestra capacidad como sociedad supuestamente desarrollada. Y es, quizá, nuestro punto más débil en el abordaje de la muerte; una muestra más de nuestra incapacidad como individuos y sociedad (supuestamente desarrollada) en la profundización sobre las respuestas más humanas.

Sorprende nuestra magnifica capacidad actual de identificación y empatía con otros, para vivir la compasión y la conexión con sus sufrimientos o frente a la muerte (siempre muerte de otros) sobre todo si ésta es súbita y mediática (y, por tanto, de consumo rápido). Pero cuando toca hablar, empatizar con el que se está muriendo en la proximidad, llamémosle ‘en tránsito hacia la muerte’ (parece que el término ‘moribundo’ suena a viejuno), las cosas son diferentes.

Porque, reconozcámoslo, el problema del ser humano no es la muerte, sino saber de ella o vivir con ella. Los animales no tienen ese problema. Este asunto nos es único.

Las respuestas a lo que pasa o lo que podemos hacer frente a “este cisco” que es la muerte, ha llevado a elaborar diferentes caminos durante la historia de la Humanidad.

No resulta plausible creer, como ejemplo, en ese romanticismo que apunta que se moría mejor antes que en el momento actual. La violencia,  el salvajismo y la inseguridad con que se vivía en el Medievo, por ejemplo, no es el de nuestras sociedades occidentales. Su reflejo queda patente en aquellas estructuras sociales actuales que siguen teniendo ecos de ese pasado medieval en diferentes lugares del planeta.

Antes se moría con dolor, en una agonía desgarrada en su mayor parte. No hay nada ejemplarizante ni deseable en ello. Es cierto que la muerte estaba más presente en conversaciones, textos, monumentos, etc., que ahora y resultaba ser un asunto más social, familiar y presente en la vida diaria porque se moría, igual que se nacía, en presencia de otros; lo que, por cierto, no siempre resultaba deseable. Y por añadidura, depositando sobre el individuo todos los miedos y temores magnificados y concretados en eso que llamamos ‘Infierno’ y que, en nuestro medio, la Iglesia además se encargaba de alentar.

Es cierto que el acto de morir era más público que ahora. También sabemos que en ese momento no estaban las personas acostumbradas a estar solas y su hacinamiento también lo impedía. Definitivamente, el acto de morir no era mejor ni más bondadoso que ahora, al menos si tenemos en cuenta el potencial tecnológico y humano con que contamos en la actualidad. Una cosa no quita la otra. Como resulta habitual, las comparaciones de los diferentes momentos humanos resultan contradictorias.

La soledad y pérdida de identidad ante la muerte, como problema central del morir en nuestro medio, debería separarse de la crueldad de la agonía y el dolor que conlleva, puesto que sabemos trabajar y abordar lo segundo. Es en lo primero donde deberíamos centrarnos y profundizar.

Quizá sea por esto que tenemos tantas dificultades para encarar cuestiones como:

  1. La presencia / ausencia de los niños ante los que van a morir o nuestras dificultades para hablar con ellos sobre la muerte en lo concreto;
  2. Lo que debemos decir y expresar (y no contradecir o negar) ante quien se va morir o se está muriendo;
  3. El contexto alrededor de la despedida (supuestamente natural) de alguien que está en fase terminal;
  4. La interpelación de quien se muere ante sus deseos de estar solo o acompañado;
  5. El lugar y la forma con la que se quiere dar fin a una vida.

Se trata de reivindicar un conocimiento que va más allá de lo biológico y de la evidencia científica actual, que se enmarca, si lo prefieren, en una ética basada en la ‘sabiduría de lo incierto’, como apertura a la incesante transformación ambigua, transgresora y sin verdades absolutas ni intemporales.

Y en esto cada uno tiene que encontrar su respuesta, en general, acorde con su devenir de (toda) una vida. E. M. Ciorán prefería morir “solo y abandonado, sin afectación ni gestos inútiles” (E. M. Ciorán “En las cimas de la desesperación”). Era su elección, no la de muchos otros. No sirven las respuestas únicas.

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