Leo en una entrevista en ‘El País’ que una jovencísima y brillante inmunóloga española, Corina Amor, está desarrollando un proyecto para eliminar las células responsables del envejecimiento que permitiría a las personas alcanzar con naturalidad los 130 años de vida, y, no sé por qué, lo primero que se me viene a la cabeza son los equipos de estudio de los bancos proponiendo elevar la edad de jubilación a los 120 años.
Vivir el mayor tiempo posible es un deseo compartido por la mayoría de los seres humanos. Eso sí, mientras sea en un estado razonable de buena salud y, en lo posible, con desahogo económico. La gente suele querer prolongar su existencia por diversas razones: porque se siente a gusto en ella, porque pretende disfrutar más tiempo de su descendencia, porque tiene curiosidad por conocer qué clase de vida hay después de pagar la hipoteca o, sencillamente, porque teme instintivamente a ese final de trayecto que denominamos muerte. “No es que me asuste la muerte; es tan solo que no quiero estar allí cuando suceda”, lo decía a su manera Woody Allen, que por lo visto preferiría mil veces vivir eternamente con el pesado fardo su neurosis a imaginar sus huesos reposando tranquilamente en un sarcófago.
La esperanza de vida en España (y en el mundo) ha aumentado significativamente con el paso de los siglos, en gran medida porque se ha reducido drásticamente la mortalidad infantil, que hacía bajar la media de años que vivía la población. Los últimos datos del INE muestran que la esperanza de vida de los españoles al nacer es de 83,3 años (86,2 en el caso de las mujeres y 80,3 en el de los hombres). España ocupa hoy el noveno puesto mundial en este índice vital, lo que es en principio una buena noticia. Pero la pregunta que debemos hacernos es si el mundo que estamos construyendo es el entorno ideal para los interesantes experimentos de la científica Corina Amor. Vivimos en una sociedad cada vez más menospreciativa hacia la población de más edad. La pandemia de la Covid nos recordó en su dramática magnitud la soledad y las difíciles condiciones en que viven muchos ancianos. Por otra parte, la crisis económica ha obligado a una gran cantidad de jubilados a repartir su exigua pensión con hijos y nietos que se encuentran en dificultades económicas. No es mi ánimo pintar un panorama apocalíptico sobre la tercera edad en España, pero estoy convencido de que la longevidad no va acompañada para muchos ciudadanos con una mejor calidad de vida. O, al menos, con la tranquilidad material y emocional que merecería quien ha consagrado la mayor parte de su existencia a contribuir con la laboriosidad de una hormiga al famoso PIB con el que se mide la riqueza de los países.
Las empresas –no todas, por fortuna- desprecian crecientemente la experiencia. La nueva escuela gerencial valora el método de producción “rotacional”, consistente en que los contratos, primordialmente a jóvenes, sean baratos y tengan una vigencia lo suficientemente corta para no inflar demasiado las cargas pensionales y las indemnizaciones. En la propia política nos hemos acostumbrado a que los eventuales candidatos a la presidencia del Gobierno sean jóvenes, a tal punto que Núñez Feijóo, con solo 60 años, aparece como un vejestorio que sube en 10 años la media de edad de los posibles aspirantes.
Europa se encuentra ante un dilema: se procrea poco y se envejece mucho. Los sistemas de pensiones están sometidos a fuertes tensiones, aliviadas en parte por la inmigración, ese fenómeno tan odiado por la extrema derecha. Por una parte, existe una presión para aumentar progresivamente la edad de jubilación, porque no habría un recambio generacional suficiente que sufragara sus prestaciones; por la otra, hay una presión para ‘aligerar’ ciertas empresas de empleados antiguos con el argumento de que, en los nuevos contextos de competitividad y globalización, suponen una carga económica cada vez más difícil de soportar.
En suma: los viejos son considerados por los estrategas económicos un ‘problema’ en la sociedad que hemos edificado, y la pregunta que habría que hacerse no es tanto si hay que celebrar la posibilidad de vivir 130 años –yo lo haría en cualquier caso-, sino qué hacemos hoy con este mundo donde la esperanza de vida es de 83,3 años. Donde incluso esa esperanza de vida varía notablemente según el barrio donde se viva: en Madrid, esa brecha llega a ser de 10 años entre los barrios de mayor y menor renta media por hogar, según un estudio reciente de la Universidad Carlos III. Podrá decirse que, si el experimento de Amor llega a buen puerto, una persona de 90 años tendría las mismas condiciones físicas de alguien de 60 en la actualidad. Y que, en todo caso, ese salto en la longevidad humana se produciría en un plazo muy largo, de modo que para entonces se habrán producido cambios sociales y en el modelo productivo que ahora ni siquiera imaginamos. Pues lo único que puedo decir ante ese argumento especulativo es que ojalá esos cambios vayan en una línea muy distinta a la que nos ha traído hasta donde hoy estamos. De lo contrario, me temo que quienes soplemos las 120 velitas podríamos correr la suerte de los ancianos de Alaska descritos por Jack London, que eran abandonados por su tribu en la mitad de la inmensidad de hielo con una pequeña hoguera, para que tuvieran algo de calor en sus últimos momentos, porque los jefes determinaban que su presencia en el grupo se había vuelto insostenible para la supervivencia colectiva.