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¿Pueden los famosos (por sí solos) cambiar las políticas?

El actor Javier Bardem, con el Premio Donostia 2023, durante la gala de inauguración de la 72 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. EFE/Javier Etxezarreta

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Estos días me han llegado, por muchos canales distintos, las rotundas y bien argumentadas declaraciones de Javier Bardem en San Sebastián sobre la situación en Gaza. Las crónicas de la campaña electoral en Estado Unidos no dejan de mencionar el apoyo de este u otro famoso a Kamala Harris o, en menor medida, a Trump. Aún resuenan los ecos de las palabras de Mbappé o de Thuram advirtiendo de los peligros de un triunfo de la extrema derecha en las recientes elecciones francesas. Y si retrocedemos un poco en el tiempo, recordaremos el tuit de Rosalía contra Vox antes de las elecciones generales de 2019. Y así podríamos seguir.

No es que habitualmente esas declaraciones aporten contenidos nuevos o absolutamente originales sobre cada uno de los temas mencionados. Lo significativo no son las palabras o argumentos utilizados. Lo significativo es quién lo dice. Alguien enormemente conocido en su esfera específica (el cine, la música, el fútbol,…) pero que, al mismo tiempo y precisamente por su relevancia, consigue que sus opiniones sobre aspectos que no son los propios de su ámbito atraviesen el muro de la indiferencia o de la sobrecarga de información.

En la maraña actual de información, noticias, sucesos, bulos y filtraciones, resulta cada vez más difícil que un ciudadano cualquiera pueda aclarar lo que sucede. La cantidad de datos y de opiniones disponible no asegura, sino que más bien dificulta, hacerse una composición fiable sobre cualquier aspecto de la actualidad. Es necesario disponer de criterios para discriminar lo accesorio de lo sustantivo, el envoltorio de lo realmente importante. En esa difícil labor de escrutinio, ayuda mucho el conocimiento previo sobre la fiabilidad de la fuente, la trayectoria previa del que opina o se posiciona, en definitiva, la reputación del informante. 

Los famosos, las celebridades en cualquier estera de actividad, gozan de un patrimonio indudable, que es el mero hecho de ser conocidos y por tanto de superar la barrera del anonimato. Pero, evidentemente, no es lo mismo ser famoso como actor, como jugador de fútbol, como cantante o como componente de la jet set, que serlo en el área de la física teórica o la arquitectura sostenible. Unos son conocidos transversalmente, en cualquier esfera social, los otros lo son en su área específica de actividad. La pregunta que podemos hacernos es si, más allá de estas apariciones esporádicas en que intervienen sobre temas de actualidad, las celebridades pueden acabar convirtiéndose en un recurso clave para modificar o alterar el rumbo de políticas públicas significativas o para prevenir de los peligros de una determinada orientación política. 

Las celebridades disponen de un recurso clave, que es su reputación. Algunos analistas hablan de un “poder epistémico”, refiriéndose, por un lado, a su capacidad de atraer la atención general de la gente y de los medios que se hacen rápidamente eco de sus opiniones cuando van más allá de su hábitat natural. Y, por otro lado, al inmediato halo de simpatía que se genera entre sus seguidores, lo que les confiere credibilidad y asegura una respuesta emocional positiva.

En momentos en que los niveles de credibilidad y de reconocimiento de los políticos no están en su mejor momento, y cuando aumenta la desconfianza sobre la capacidad de la democracia para cumplir sus promesas, la posibilidad de contar con personas célebres es una tentación para cualquier organización que pretenda llegar a audiencias alejadas de la política para impulsar nuevas políticas o modificar las ya existentes. De hecho, podemos recordar lo importante que fue para organizaciones como Amnistía Internacional o Greenpeace contar, en su momento, con el sostén y el compromiso de la Princesa Diana en su campaña contras las minas antipersonas. El cocinero James Oliver consiguió aumentar la calidad de los menús escolares en el Reino Unido. También Bono, muy activo en la lucha contra el SIDA o en otras campañas internacionales. Un caso reciente y significativo en España fue el gran impulso que dio el músico y pianista James Rhodes, con su testimonio personal y su compromiso, a la campaña para conseguir aprobar la Ley de Protección a la Infancia. En los temas vinculados a la emergencia climática, actores como Leonardo Di Caprio ha mantenido en los últimos años una posición consistente y comprometida.

En tiempos más recientes, vamos comprobando como los que algunos definen como “micro-celebridades” o “Internet celebridades” refiriéndose a Youtubers y TikTokers, consiguen asimismo significativos impactos. Ello se dio, por ejemplo, en temas como “Black Lives Matter” en los Estados Unidos, y lo comprobamos aquí cuando atraen a políticos en sus programas y emisiones, quienes buscan así llegar a sectores jóvenes poco propicios a conectarse con el escenario político en sus formatos habituales.

Lo que podemos preguntarnos si ese carisma o halo de influencia que explica la capacidad de influencia de las celebridades en las políticas puede considerarse legítimo, ya que no responde a ningún atributo de representación formal de la ciudadanía. Pero, en sentido contrario, lo cierto es que tienen a centenares de miles de seguidores en las redes, y que, por tanto, su celebridad deriva precisamente del nivel de identificación que acumulan tras años de trabajo y de recoger el afecto de sus seguidores. O, en algunos casos, su autoridad deriva de su propia experiencia personal (James Rhodes) o de su capacidad profesional en lo que argumenta (James Oliver).

En los análisis que se han hecho sobre el papel de los iconos o celebridades en el escenario político, se ha señalado que en el siglo pasado y como tendencia general, se fue pasando de una lógica de “conformidad” de los famosos con el escenario político en los años 60 o 70, a una lógica más de “transformación” o cambio a partir de los 80 y hasta ahora. La globalización de la información y una cierta “democratización” de la política exterior, ha ido permitiendo que esos iconos puedan opinar sobre cualquier acontecimiento reforzando su papel cosmopolita. Lo que no está claro es si la atención se sitúa en la persona o en el tema que trae a colación. A fin de cuentas, lo que es indudable es la creciente personalización de la política y las dificultades que tienen los políticos para llegar a audiencias cada vez más reacias a conectarse con debates que no sienten como propios. En ese escenario, el recurso a las celebridades es una clara tentación. No tienen poder por sí mismos para cambiar las cosas, pero sí pueden articular o personalizar el poder de muchos. 

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