Me gusta el fútbol desde que tengo uso de razón. En mi caso todo proviene de un vínculo familiar fortísimo, una herencia pasional como otra cualquiera. El fútbol me ha dado muchas cosas: amor, felicidad, éxtasis, fe, supervivencia, terapia, identidad. Pero también, por supuesto, me ha dejado algunos momentos incómodos como mujer. No llevaba mucho tiempo trabajando como periodista cuando un compañero con un cargo superior me preguntó si me gustaba el fútbol. Habría algún partido prendido en la televisión de la redacción al que yo prestaba atención. Le respondí que sí, que mucho. Él me inquirió entonces si era lesbiana. Ni siquiera fue una broma misógina de mal gusto, es que ese señor verdaderamente pensaba que solo podía gustarme el fútbol si era lesbiana.
También he recibido insultos misóginos en un par de estadios. Y, en general, siempre he tenido la impresión de que algunos aficionados, cada vez menos, siguen atrapados en la idea de que el fútbol es una especie de propiedad masculina, un terreno cercado al que hemos sido invitadas, pero con condiciones. Os presento, por ejemplo, la 'Ley del fuera de juego'. Esta ley establece que cuanto mayor es la pulsión machista y 'testosterónica' en un sujeto, mayor es la probabilidad de que te pida que le expliques en qué consiste un fuera de juego. La ‘ley del fuera de juego’ es una especie de trámite parlamentario que toda mujer debe pasar antes de poder entablar una discusión sobre fútbol con el genuino aficionado alfa. Existen algunas variantes de la cepa. Por ejemplo, la ‘ley del dime más de tres futbolistas’. Si les sorprendes con alguno que no sea Messi o Cristiano Ronaldo te llevas su más que necesaria aprobación para considerarte hincha balompédica.
En alguna ocasión he discutido con alguna amiga o amigo antifutbolero sobre la conveniencia de que me encante el fútbol. Me dicen, no sin razón, que es un deporte que amplifica todos los trastornos de la sociedad contemporánea: el machismo, la homofobia, el racismo, la violencia. Yo siempre les respondo que esa es solo una parte del fútbol, aunque sea su capa más visible y ruidosa. Pienso en mi sobrino que ya se sabe el himno del centenario del Celta con cinco años y lo recita mejor que el propio C Tangana. Ahora va al estadio de la mano de mi hermana, equipadísimo y eufórico, del mismo modo que mi hermana y yo hicimos durante años con mi padre. El fútbol también es eso, sobre todo es eso: un territorio de momentos compartidos. Algo que te dejan, coges y repartes. Lo explica Alejandro Zambra en su último libro ‘Literatura infantil’: “Aunque estuviéramos a muerte peleados con nuestros padres, la posibilidad de sublimar los problemas y ver un partido juntos nos proporcionaba cierta dosis razonable de esperanza familiar, una tregua momentánea que al menos nos permitía sostener la ilusión de pertenencia”.
El fútbol, vamos, es muchísimo más que Rubiales; es muchísimo más que quienes lo manosean, lo corrompen y lo deshonran; es muchísimo más que quienes creen que les pertenece. Al fútbol moderno le gusta presentar una imagen retocada de falsa modernidad. Pero bajo ese brillo superficial de pancartas, apariencias, comunicados y minutos de silencio, con demasiada frecuencia se vislumbran actitudes antiquísimas y vergonzantes. Así que parece irracional esperar un cambio de actitud global de un día para otro, aunque sí se está produciendo ya un cambio gradual. Hay algo tremendamente esperanzador en saber que ya no se tolera la impunidad de los que se creen dueños de un deporte sin titularidad. Ya no hay despacho con olor a ranciedad que no se pueda derribar de una buena patada.