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Ganemos al menos una batalla

11 de junio de 2024 22:15 h

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“Al final, estamos todos en el mismo bando. Con los que perdieron. Yo no digo: se perdió una batalla, pero no la guerra. Yo digo: si la guerra se ha perdido, por lo menos me quiero dar el lujo de ganar una batalla”.

Si has reconocido la cita, date por abrazado. Tú también te acuerdas de Un lugar en el mundo, a ti también te marcó la película de Adolfo Aristarain. Y si no la viste, te envidio, podrás verla por primera vez y sentir la misma emoción que quienes la vimos en su momento.

La película es de 1992, fíjate qué año. La izquierda de tradición comunista intentaba levantarse bajo los cascotes del muro de Berlín, mientras la izquierda de filiación socialdemócrata elegía ser la cara amable del irresistible neoliberalismo, en tiempos del “fin de la historia” (el libro de Fukuyama es de ese mismo año). En aquel tiempo de confusión, entre el triunfalismo capitalista y el desconcierto de la izquierda derrotada, la película de Aristarain reflejaba con complicidad, ternura, alegría y amargura, los lemas y dilemas de la izquierda a finales del siglo XX. En la historia de esa pequeña comunidad de la Argentina rural se encarnaban la resistencia y la lucha por la justicia y la dignidad, así como las contradicciones y derrotas frente a un enemigo más poderoso que nunca.

En un momento de la película, Mario, el profesor al que ponía cuerpo y alma el gran Federico Luppi, pronunciaba esa frase que resumía el estado de ánimo de la izquierda en aquellos años y anticipaba la difícil travesía del desierto que tenía por delante: si la guerra estaba perdida, ganar al menos una batalla. Me acordé de la frase tras la dimisión de Yolanda Díaz, ante la enésima derrota de la izquierda transformadora y el igualmente enésimo intento de refundación que se anuncia.

Desde aquel 1992 se ganaron muchas batallas, algunas muy importantes. Pero de pronto, hace una década, pareció que el viento de la historia volvía a cambiar, y que de nuevo había posibilidades de ganar no batallas, sino la guerra. Asaltar los cielos, vaya. El “tiempo de la esperanza” que Alberto Garzón fecha entre 2014 y 2018 en su acertado análisis. Lo que pasó después, ya lo sabemos. Hasta llegar a este 2024 en el que, como en 1992, vuelven a reinar la confusión y el desconcierto, pero además el cansancio y el desánimo.

Eso es lo primero que hay que tener en cuenta antes de proponer nuevos proyectos a la desesperada: el cansancio y el desánimo. Lo desfondada que está la base social. El poco banquillo que queda, tras tantos cadáveres como ha dejado el último ciclo; lo bajos que están los ánimos tras el final frustrante de ese ciclo; y el agotamiento general, no solo político, el agotamiento vital que compartimos todos en estos tiempos extenuantes. No estamos para esfuerzos heroicos, la verdad. Ni creo que debamos seguir picando carne, quemando a gente valiosa que da un paso al frente y acaba achicharrada.

No digo que haya que rendirse, al contrario. Pero sí replantearse objetivos. No renunciar al futuro, claro que no: seguir trabajando pero sin urgencias ni horizontes electorales, pensando más en construir resistencia para aguantar lo que viene, y cimientos sólidos para que, cuando cambie otra vez el ciclo, no estemos a merced de la corriente salvaje. Pero en el corto plazo, concentrarnos en lo que dijo Yolanda Díaz al anunciar su dimisión: “solucionar los problemas de la gente, no los problemas de los partidos”. Porque resulta que, pese a tanto derrumbe, ¡sigues estando en el gobierno! No sabes cuánto tiempo más, pero mientras dure hay que dedicar todos los esfuerzos a ganar una, dos, todas las batallas que se puedan.

Si la suerte está echada, si tarde o temprano el gobierno progresista acabará sucumbiendo al acoso político, mediático y judicial, a sus propios errores, a la desafección de los votantes, a la ola reaccionaria; si hay que morir, mejor morir matando. Perder la guerra pero ganar algunas batallas valiosas. Gobernar con audacia, acelerar la agenda transformadora, cumplir el acuerdo de coalición, blindar y ampliar derechos sociales, avanzar en otros nuevos. Meterle mano de una jodida vez a la vivienda, pero en serio. Aliviar la asfixia en que viven tantas familias con las subidas de precios. Reducir la jornada laboral. Una reforma fiscal. La sanidad pública. Por supuesto la transición ecológica. Sigue tú la lista, qué batalla te gustaría pelear y ganar.

Es decir, empezar a gobernar, tras un año perdido. Gobernar sin pensar en las próximas elecciones. Gobernar como si cada semana fuese la última, y a la vez con mirada larga y ambición de futuro. Gobernar para que haya merecido la pena. Que ya sé que no es fácil, que la aritmética parlamentaria, que las comunidades autónomas, que la derechización europea, que los bulos, que las fortísimas resistencias políticas, mediáticas, judiciales y económicas. Pero al menos intentarlo. Darnos el lujo de ganar una batalla. Si luego los votantes te lo reconocen en las próximas elecciones, aleluya. Y si no, nos consolaremos con las pequeñas (o no tan pequeñas) batallas victoriosas, y nos concentraremos en defender lo ganado. Venga.