Recogiendo una expresión del comisario europeo Günther Oettinger, el columnista del periódico conservador alemán Die Welt califica con estas palabras a los nuevos dirigentes griegos. El atuendo sin corbata de Alexis Tsipras y la actitud chulesca de Yanis Varoufakis le parecen el signo distintivo de unos dirigentes políticos que no admiten la necesaria subordinación a las elites internacionales y sus complejas instituciones de extorsión. Malentiende como falta de modales lo que es valentía. Pues mucha valentía necesitan los nuevos gobernantes para desafiar la poderosa máquina del capitalismo financiero internacional.
Dos aspectos sobresalen en el actual panorama griego: el desafío frente al poderoso mecanismo de la deuda monetaria que ha obligado a Grecia, desde hace cinco años, a sacrificios inauditos para poder seguir pagando lo que debe y la puesta en marcha de una economía social paralela que sostiene el vivir de los ciudadanos ahí donde no llega la tijera monetaria. Sólo así se preservan los bienes y servicios básicos sustrayéndolos al poder de la ingeniería financiera.
Esta especial situación pone en cuestión un dogma fundamental de la ciencia económica: que el dinero es el mecanismo de la circulación de bienes y servicios, un mecanismo de intercambio. El dinero, y por extensión la moneda, nunca han sido únicamente esto. La puesta en marcha de un poderoso mercado de intercambio lleva aparejada la creación de dispositivos de monetarización, tanto como forma de medir los equivalentes que se intercambian cuánto como forma de mediar entre ellos. ¿Cómo podríamos intercambiar equivalentes si no pudiéramos medir dicha equivalencia? Y ¿cómo podríamos sustituir el trueque de mercancías o servicios por su intercambio mercantil si una unidad monetaria no lo regulara? Parecen obviedades que no precisan mayor reflexión.
Y sin embargo el poderío catastrófico de los mercados financieros en el capitalismo actual desvela la mistificación que acompaña a estas ideas. Intercambiar dinero por dinero sería la cosa más absurda del mundo si no fuera porque quien presta, y por tanto cede dinero, lo hace para recibir más dinero, de modo que quien lo compra se obliga a devolverlo con un incremento. Cuando son los poderes públicos los que adquieren la deuda, ¿de dónde procederá el incremento que permitirá devolverla? Si el dinero obtenido se destina a producir bienes y servicios cuyo intercambio, a su vez, produce ingresos para las arcas públicas en forma de tasas e impuestos, éstos proveerán los necesarios recursos. Pero si eso no ocurre sino que la producción y el intercambio se debilitan, y el dinero se escapa a través de formas diversas de corrupción, inversiones erróneas u operaciones especulativas de alto riesgo mientras que los poderes públicos deben seguir pagando lo que deben y no quieren afectar a los intereses de los grandes grupos económicos, sólo les queda acudir a los impuestos ciudadanos. Por ejemplo, en Grecia, ante la dificultad de cobrar el impuesto extraordinario sobre la propiedad establecido en 2012, el Gobierno decidió que su pago iría adjunto al recibo de la luz de tal modo que se pagaría conjuntamente con ella. El resultado ha sido que varios cientos si no miles de ciudadanos/as han visto cómo les cortaban la luz al no pagar unos recibos en los que se incluía el pago de un impuesto que encarecía el recibo pero no tenía nada que ver con ella.
Como forma de resistencia frente a estas medidas la población ha desarrollado formas de desacoplar la producción y reproducción de los bienes y servicios sociales de los dispositivos monetarios. No sólo las redes de clínicas sociales, sino las cooperativas, los bancos de alimentos, los bancos de tiempo, etc. En su organización late la vieja idea de saltar el intercambio monetario, ya sea por intercambio directo de los bienes y servicios mismos o introduciendo un cómputo basado en el tiempo y no en el dinero. Estas formas tienen la ventaja de que no permiten acumular y por tanto quedan muchos más ligadas a las necesidades de la población. Inclusive si lo que se intercambia es tiempo; éste es más acumulable que el bien o servicio mismo pero lo es menos que su equivalente monetario.
Aparecen también, con idéntico objetivo, las monedas locales. O las monedas digitales. Hay aspectos todavía por desarrollar en estos procesos pero, cuanto menos, permiten desacoplar la satisfacción de las necesidades de la población de los mercados de capitales y de los mercados financieros, sustrayendo a su enorme poder el espacio económico de la subsistencia diaria. Si en esta nueva coyuntura los poderes públicos apoyan estas formas económicas y las potencian, en vez de vectores de la acumulación de capital se convertirán en impulsores de una economía anticapitalista vinculada a cubrir las necesidades de la población y a mantener unas condiciones de vida dignas. El jeroglífico monetario macroeconómico se estará diluyendo ante nuestros ojos a la vez que aparecerán formas de una nueva escritura de los asuntos comunes en un alfabeto comprensible para todo el mundo.
En Grecia algunos alcaldes están desarrollando esta nueva gramática por lo que no sólo se niegan a acatar las exigencias de despedir funcionarios y recortar servicios sino que ponen a disposición de estos nuevos circuitos los recursos de la Administración, tales como locales, energía, luz, etc. Es una forma de desobediencia institucional absolutamente necesaria para cortocircuitar las exigencias de las oligarquías financieras.
Para los poderes establecidos eso es chulería y desvergüenza que pone en cuestión las estructuras de dominio. Para nosotras es una ráfaga de viento capaz de inaugurar una nueva época acabando con la pesadilla de una austeridad, presentada como un sacrificio necesario que no ha hecho más que augurar nuevos sacrificios y nuevos recortes. Al dinero que engendra más dinero, quintaesencia del capitalismo, le sustituimos formas diversas y singulares de producción social. Diseñar esas nuevas políticas en todo su detalle y su riqueza es la tarea del momento. Economistas del mundo, ¡pónganse a ello!