Decía Virginia Woolf en “Una habitación propia” que si la mujer no hubiera existido más que en las obras escritas por los hombres, se la imaginaría como una persona importantísima; polifacética, heroica y mezquina, espléndida y sórdida, hermosa y horrible, tan grande como el hombre o más. Pero las visiones que ofrecían de la mujer la historia por un lado y la literatura por el otro, observaba Woolf, eran totalmente incongruentes: un gusano con alas de águila, si las fusionamos. Ninguneada por la sociedad, adorada por los bardos. Una mujer fuerte como Antígona sólo interesa en el plano literario: de las mujeres reales se quiere obediencia.
A mí, ser mujer y ser leída como tal en sociedad en el siglo XXI no me ha hecho sentir un gusano, pero sí que me ha hecho sentir niña, limitada y encasillada en concepciones arcaicas.
Paso a contar algunas de mis experiencias “curiosas”:
Corrí para llegar al bus. El conductor volvió a abrir las puertas para que yo entrara y exclamó, con una sonrisa de oreja a oreja: “¡Pero cómo no voy a dejar subir a una niña tan guapa!”. Le faltó darme una piruleta y una tirita de dinosaurios. Tendría como mucho diez años más que yo.
Fui a una papelería con una petición críptica, misteriosa, digna de la naturaleza retorcida de mi género: “Quiero una agenda lisa y negra.” El dependiente asintió y me devolvió la frase de inmediato y con mucha naturalidad: “Pues no me quedan, pero tengo una de Snoopy.” Silencio a lado y lado del mostrador. Él no entendía por qué nuestro intercambio se había detenido. No dijo “sólo me queda esta de Snoopy”; esto hubiera sido información. Su tono era el de alguien que plantea una alternativa óptima. Yo tenía casi treinta años y canas visibles, pero claramente mi envejecimiento celular no valía tanto como el de los demás. Me hubiera gustado saber si le hubiese ofrecido con ese aplomo la misma agenda al hermano gemelo que no tengo. Sospecho que no. Me intentó colar material de ‘stock’ porque soy mujer e infantilizar nuestras vidas entra en una inercia natural. Hubo una época en la que encontrar sujetadores en Women'secret sin dibujos animados y relleno era imposible. Infantilización y sexualización, nada problemático, circulen.
Vivía en un quinto sin ascensor. Un día bajé de corrido como de costumbre y encontré a una vecina (que no era especialmente mayor) en el vestíbulo. Cuando me vio, dijo sorprendida: “Como silbabas, pensaba que eras un chico”. Exacto, soy de esas. Llevo pantalones, el mal ya está hecho. Padre no me va a casar a estas alturas. La hermana asilvestrada de Tom Sawyer. La versión urbanita de Calamity Jane.
Pedí unas sandalias en una zapatería. Cuando especifiqué que las quería planas, antes de irlas a buscar el dependiente me dijo que qué pasaba, que mi novio era bajito, verdad. Una broma (?) que concentra varias asunciones, como que tenía pareja, que mi pareja era un hombre y que yo me compraba la ropa por motivos ajenos a mi propia decisión. Me hubiera gustado decirle que efectivamente, que lo había acertado, que me compraba la ropa para apuntalar la masculinidad frágil de mi novio y que por fin alguien me reconocía esta ardua tarea. No lo dije por eso que los franceses llaman “l’esprit de l’escalier” y porque solo llegué a mascullar, estupefacta, “no tiene nada que ver”.
Un día que diluviaba entré en una paragüería, una de las pocas que todavía existen en Barcelona. Examiné el género, escogí un ejemplar bello y poderoso y se lo indiqué al señor de detrás del mostrador. Me respondió: “Bueno, estos (dijo, señalando los que me habían interesado) son de hombre. Los de mujer son éstos”. Efectivamente: los que eran finos, frágiles, algunos con algo de bisutería en el pomo. Giré la cabeza hacia la puerta de la calle. Seguía lloviendo tan fuerte que sonaba como si arrojaran grava. ¿Y qué pasa si me tomo en serio mi vida? Cómo les explico a los elementos que soy una MUJER y que no me puedo tomar la vida desde un sentido práctico, que antes van otras cosas como performar la gracilidad. Respondí que sí, pero que yo lo que quería era un paraguas robusto. El hombre se quedó pensando y dijo: “Claro. No llueve en masculino o en femenino”. Me emocioné, lo abracé con la mente, compré el paraguas. Fui muy feliz. Eso sí, una tiene que pagar las consecuencias de ir por ahí con una presencia masculina tan fuerte como un paraguas de señor (y sin ponerme guantes de látex ni nada). Ahora estoy embarazada de él y espero un paragüitas plegable.