Antes de extraer conclusiones sobre el paso de la borrasca Gloria que ha azotado el noreste peninsular, lo primero que hay que hacer es lamentar la pérdida de vidas humanas (al menos 13 muertos al cierre de este apunte) y acompañar en el duelo a los familiares y allegados de las víctimas.
Anotado ese profundo lamento, conviene leer el paisaje devastado para llegar a comprender qué nos ha pasado. Porque no basta con hacer inventario de los daños, evaluar los costes de la reparación y declarar la catástrofe.
Hay que descifrar el mensaje que nos trasladan los escombros. Observar desde la conciencia crítica de especie esos paseos marítimos descuajados, los puentes caídos, los coches sumergidos, las calles que conducen ahora al mar.
Es obligatorio atender a lo que nos dicen las viviendas inundadas y los comercios enfangados. Las líneas eléctricas caídas, las conducciones de agua reventadas, las vías de tren desaparecidas con esos raíles suspendidos en el aire como partituras rotas. Y hay que hacerse las preguntas inaplazables.
¿Cuándo le perdimos el respeto al agua? ¿Cuándo nos atrevimos a alterar el cauce de los ríos, olvidar las ramblas y tapar las rieras? ¿Cuándo le brindamos la franja litoral a los especuladores urbanísticos y miramos para otro lado? Cauce, ribera, zona de servidumbre, zona de policía. ¿Dominio Público Hidráulico? ¿Pero eso qué es? Ahora sabemos lo que es y de quién es.
La desaparición de las playas en el litoral mediterráneo es un ejemplo de la emboscada que nos hemos organizado a nosotros mismos. Prácticamente todas han visto reducida su extensión y a buena parte se las ha tragado el mar. La disminución en el aporte de sedimentos que transportaban los ríos, el asfaltado y cubrimiento de las rieras, la concentración de altos edificios en los paseos marítimos que actúan como pantallas a las aportaciones de los vientos o la construcción masiva de puertos deportivos son las principales causas.
Pero la madre de todas ellas, la gran causa que está provocando la desaparición de las playas, es la crisis climática. Los científicos llevan años alertando de que el calentamiento global está afectando especialmente al nivel del mar en el Mediterráneo, que podría aumentar un metro antes de final de siglo. Eso equivaldría a una pérdida de 100 metros de anchura en una típica playa arenosa de poca pendiente, como la mayoría de las que van de Algeciras a Portbou.
Lejos del ámbito urbano también ha habido graves daños. Ahí están los cultivos arrasados, las naves agrícolas y los invernaderos desmantelados: plásticos al viento. Las granjas desmoronadas, los cadáveres hinchados de los animales flotando en los pantanos. Y, por supuesto, los nidos destruidos, las madrigueras anegadas, los árboles derribados, muchos de ellos monumentales: auténticas catedrales vivas que llevaban en pie desde hacía siglos afrontando los avatares meteorológicos.
Anotado todo ello, podemos seguir considerando que una cosa es el tiempo y que otra cosa es el clima –algo que venimos explicando desde hace más de un lustro en este rincón del diario– y persistir en culpar al azar.
Podemos seguir manteniendo que el temporal provocado por Gloria, como el de la DANA que hace tres meses arrasó el sureste y devastó el Mar Menor, es un hecho característico del clima mediterráneo (pelín más fuerte quizá). Que todo está bajo control y proceder de nuevo a restablecer los daños: volver a poner las playas, levantar las infraestructuras, baldear las calles: restablecer ese entorno cartesiano que tanto nos gusta. Y esperar a ver cuándo viene y cuánto nos costará la próxima.
O bien podemos aceptar de una maldita vez que es la crisis climática quien está llamando a nuestra puerta, coger su tarjeta de visita (lleva varios intentos de entrega), acusar recibo y poner en marcha todas esas decisiones valientes y resueltas de las que tantos hablan pero nadie ejecuta: las que exige la situación de emergencia climática que atravesamos.