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Esas horribles personas llamadas turistas

Un conductor de coche de caballo circula por el centro de Málaga.
17 de agosto de 2024 21:58 h

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Detractores de la loca idea de desplazarse por gusto ha habido siempre y, aunque en minoría, forman un pequeño grupo con las ideas muy claras. Chesterton, autor de varios y espléndidos libros de viajes, escribió sin embargo que “los viajes estrechan la mente”. “Siempre viajo a Londres”, dijo, porque solo viajaba para volver a su casa siendo exactamente el mismo que había partido. Es el efecto bumerán del viaje: uno regresa al punto de partida pero se ha cargado cosas por el camino. Chesterton advertía de que el peligro supremo se produce cuando hombres de distintos lugares se reúnen en el mismo sitio, pues la incomprensión mutua es inevitable. Uno de sus consejos era amar lo distante de la forma adecuada, esto es, desde la distancia, sin sucumbir al impulso suicida irracional de irrumpir por unos días en el entorno de los demás. ¿Puede uno amar la existencia de Venecia sin caer en la tentación de ir a Venecia? Bien sabía que los británicos son los turistas más terribles porque, como ya advertía Douglas Sutherland, “un gentleman inglés no va al extranjero salvo en tiempos de guerra”. Adam Smith advirtió de que el viajero joven siempre “regresa a casa más presuntuoso, más amoral, más disipado y más incapaz de aplicación”. Ralph Waldo Emerson llamó a los viajes “un paraíso para los tontos” y Fernando Pessoa escribió en su Libro del desasosiego: “La idea de viajar me provoca náuseas”. ¿Aún tienen ganas de salir de casa?

Hay un libro imprescindible sobre el turismo publicado en 1989 por lo antropóloga estadounidense Valene Smith, Anfitriones e invitados: la antropología del turismo, que puede iluminar la actual turismofobia en dos frases: la primera define al turista como “la persona que, por un tiempo, se encuentra de vacaciones y visita voluntariamente un lugar alejado de su hogar con el propósito de experimentar un cambio” y la segunda señala el impacto sobre el anfitrión: “Los turistas tienen menos probabilidades de cambiar debido a sus anfitriones que estos por acción de los turistas, que precipitan una cadena de cambios en la comunidad anfitriona”. Viajamos para cambiar y terminamos cambiando los lugares a los que viajamos, casi nunca para mejor. No es condición imprescindible para provocar ese cambio ser un turista irrespetuoso, ese compendio de males que se desplaza para destrozar el patrimonio, emborracharse hasta el alba y atormentar a los camareros con peticiones y quejas sin medida. Cualquiera que, unido a millones de congéneres, viaja, impacta en el lugar de destino. Con un poco de suerte se lleva una experiencia, pero siempre, siempre, deja huella. Somos como esos viajeros en el tiempo a los que se aconseja no tocar nada porque pueden modificar el rumbo de la historia y de repente cambian un jarrón de sitio con consecuencias catastróficas. La idea de turismo sostenible es, sospecho, un esfuerzo para retrasar la destrucción irremediable que provocan millones de personas enamoradas de la idea de visitar lugares interesantes y ajenos y exprimir los escasos días al año en los que el trabajo deja de exprimirnos.

Al igual que los británicos hablan de “ese horrible país llamado extranjero”, los habitantes de los destinos turísticos motejan a esas horribles personas llamadas turistas que invaden sus pueblos como una plaga pero con las que establecen una relación de interdependencia y procuran el olvido de lo que realmente somos. Turistas siempre son los otros y a menos que actuemos como Sócrates, que solo lo sacó de Atenas la guerra del Peloponeso, hemos viajado y viajaremos pasándolo de muerte en la descripción que acuñó David Foster Wallace en su maravillosa crónica titulada Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer: disfrutando del viaje por una mezcla de “relajación y estimulación, indulgencia tranquila y turismo frenético, servilismo y condescendencia”. Por experiencia sé que odiar al turista es una forma de autoflagelación: el año que pasé en Cabo de Gata me sorprendí detestando a los madrileños, es decir, a mí misma, que soy madrileña hasta la médula. Podemos ser mejores invitados si entendemos que en cualquier lugar de la Tierra estamos de paso con derecho de disfrute y obligación de cuidado pero el problema de que somos millones devorando todo a nuestro alrededor no desaparecerá y no afecta solo al turismo. Pero no perdamos la alegría de vivir. Siempre podemos echar la culpa a Stendhal, uno de los autores intelectuales de la romantización del viaje, cerrar los ojos y reservar un vuelo barato a Roma. 

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