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Hurgando en la herida

Abascal (Vox) pide detener a "la Presidencia de la Generalitat para sofocar el golpe con todas sus consecuencias"

Toni Soler

Comprendo muy bien que los responsables del documental Dos Cataluñas se rebotaran al saber que Puigdemont les iba a entregar el premio. Y lo digo en serio: Puigdemont es arte y parte, y el documental pretende ser neutral, aunque a mí no me lo pareció. Y no sólo porque excluyeran mi testimonio después de hacerme perder media tarde, sino porque el relato refleja el título, y el título Dos Cataluñas es un simplificación que excluye los matices y refuerza el marco mental de Ciudadanos, esto es, que lo que ocurre en Cataluña es ajeno a España y a la actitud primero indolente, después hostil y finalmente represiva por parte de su gobierno.

No, no hay dos Cataluñas; hay una, o en todo caso hay muchas. Como también hay muchas Españas, afortunadamente. En este pedazo mediterráneo de la península conviven sentimientos cruzados, y algunos tienen que ver con la política y otros no. Pero como los sucesivos gobiernos españoles se empeñan en orillar la vía política, el asunto ha pasado al terreno judicial y al terreno emocional, que son poco idóneos para el debate y la transacción.

Los miembros del gobierno de Puigdemont merecen un juicio político, un juicio histórico, si se quiere, y lo tendrán. Lo que no merecen es una farsa inquisitorial basada en un relato ficticio, con una instrucción escandalosa y una prisión preventiva de más de un año, lo que constituye un castigo arbitrario y desproporcionado, sobre todo en un país donde nos hemos acostumbrado al trasiego de políticos corruptos que han esperado sentencia desde la comodidad de sus hogares. Muchos de ellos no llegarán a pisar la cárcel. ¿Por qué? Los procesados no han robado ni un euro, no han ejercido la violencia (más bien la han recibido, junto con miles de catalanes), y dos de ellos -los Jordis- ni siquiera ejercían cargos de gobierno. Llevan más de 400 días en prisión por intentar disolver una manifestación sin altercados. Una manifestación que comparada con las jornada de luchas de los taxistas fue casi un picnic. El encarnizamiento sobre estos hombres y mujeres se debe a que sobre el sentido de la justicia ha prevalecido el bien supremo de la unidad de España, que es “fuente de derecho” según las palabras del presidente del Tribunal Supremo en 2017, Carlos Lesmes.

Cuando un Estado basa su doctrina judicial en la indisoluble unidad del territorio, es normal que se horrorice ante una comunidad política que se reconoce como nación, con mayorías parlamentarias independentistas y una población que de forma mayoritaria reconoce y exige el derecho de autodeterminación. Esta contradicción debería resolverse por una vía política, sería lo sensato en una democracia. Pero las demandas del Parlamento catalán han sido rechazadas con sonoros portazos y sin contraoferta alguna. Lo cuál situó a los políticos catalanes en la tesitura de obedecer el mandato popular o agachar la cabeza ante un texto redactado en 1978 bajo la vigilante mirada de los poderes fácticos del Estado. El resto de la historia lo conocemos todos.

Lo más sorprendente de todo ello es la distinta reacción suscitada en Cataluña y en el conjunto de España. Mientras en Cataluña dominan los sentimientos negativos (indignación, frustración, pena), incluso entre muchos de los que querrían renovar el matrimonio con España bajo otras bases, en España el conflicto catalán ha dado alas a la derecha y a la ultraderecha, ha desatado euforias y ardores guerreros, en todo el espectro político excepto Podemos y el sector más progresista del PSOE.

El populismo nacionalista, que en Europa ha puesto en la diana a la inmigración, en España tienen como chivo expiatorio a los catalanes. Curiosa manera de expresar la unidad indivisible de la patria española. Extraña forma de seducir a los catalanes: tratarlos como un cuerpo extraño, casi como un tumor. Todo esto da votos a Vox y al resto de la derecha, que compite por mostrarse especialmente cruel con los presuntos inocentes que se sientan ante el tribunal supremo; también permitirá salvar los muebles a los barones autonómicos socialistas, amedrentados por el alud patriotero o cómplices del mismo. Pero hay que estar muy ciego para no darse cuenta de que todo este festival no sólo no refuerza a España sino que está dinamitando su imagen exterior y está profundizando la herida interna que muchos catalanes y españoles de buena fe quisieran cicatrizar, con una u otra salida política.

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