Las ideas son la cosa más poderosa del mundo. A lo largo de la historia, civilizaciones enteras se han construido sobre una idea, como la existencia de un dios o la noción de que todos los seres humanos somos iguales y merecemos perseguir la felicidad. El liberalismo al completo reposa sobre la idea del esfuerzo y la recompensa. Uno tiene más o menos éxito porque se ha esforzado mucho o poco. El dinero es un sistema contable del esfuerzo y el mérito.
En nuestros días, sin embargo, hay una idea sibilina, corrosiva, que circula como un virus y que amenaza con llevarse por delante, al mismo tiempo, el liberalismo y la democracia. Es la idea de que uno puede ganar dinero sin esfuerzo, esto es, obtener recompensa sin mérito.
Te cruzas con esta idea en miles de vídeos de jóvenes que se asesoran unos a otros sobre cómo empezar a invertir pronto para poder retirarte a los 40 (“¡la magia del interés compuesto!”) y te da risa. La escuchas de fondo en los discursos de los criptobros que saben qué activo digital les va a hacer ricos sin salir de la habitación de la casa de sus padres.
Se la escuchas sin ambages a Ray Dallio, director de inversiones del hedge fund más grande del mundo, cuando explica cómo ha creado un sistema para que sus inversiones no dependan de él, ni de sus decisiones. Para que su fondo pueda seguir funcionando balanceando stocks en un mecanismo que le produzca un beneficio perpetuo y que él denomina el “santo grial” de la inversión. Y es muy acertada esta definición porque, como el santo grial, la idea del beneficio perpetuo es una entelequia. Como nos explicó a todos nuestro profesor de física del instituto, la máquina del movimiento perpetuo no puede existir porque viola las dos primeras leyes de la termodinámica que dicen que la energía ni se crea, ni se destruye, solo se transforma.
Lo que ocurre cuando vemos una cosa que parece una máquina del movimiento perpetuo es que hay una energía que se está consumiendo a la que no estamos prestando atención. Tenemos la percepción de que la energía del sol es infinita, pero el sol está quemando recursos para calentarnos y un día se agotará, aunque ese día no lo vayamos a ver ni nosotros, ni nuestros hijos.
Y esto es exactamente lo que está ocurriendo en todo el mundo con el encarecimiento de la vivienda.
Bajo la pretensión de que la vivienda es un bien que nunca deja de subir (una máquina del beneficio perpetuo) se esconde la energía que están produciendo varias generaciones atrapadas en pagar primero alquiler durante muchísimos años y, después, una hipoteca a un precio que multiplica muchas veces lo que pagaron sus padres.
Este mecanismo, como un monumental sistema ponzi, produce la impresión de un crecimiento perpetuo mientras esconde la fuente real de la energía que está consumiendo: unas generaciones devorando a otras. Y la única opción que se ofrece a la gente más joven es entrar a jugar a este juego y devorar, a su vez, a los que vengan detrás.
Pero es que la energía que hace que se encarezcan las viviendas no es ni el esfuerzo, ni el mérito de sus propietarios: son las ciudades. Lo que se está revalorizando en los últimos años son las ciudades. Lo que hacen los propietarios de las viviendas y otros activos inmobiliarios es extraer y llevarse una parte del valor de las ciudades sin haber contribuido a generarlo.
Bajo el mito —que respaldan casi todos los partidos— del esforzado trabajador que compró una segunda vivienda con el sudor de su frente para garantizarse su jubilación se esconde la máquina definitiva del beneficio perpetuo: la idea de que este trabajador tiene derecho no solo a ganar dinero con su trabajo, sino que ahora tiene derecho también a ganar dinero con su dinero aunque sea a costa de que otros no tengan ninguna oportunidad de ahorrar y se conviertan en la fuente de energía de su máquina. Y esa idea del beneficio sin esfuerzo, que parecía una chorrada cuando la contaban los criptobros, de pronto se vuelve peligrosísima, aterradora, porque da carta de naturaleza a que dos tercios de la riqueza global se concentren en el sector inmobiliario.
Por esto el primer problema que genera la vivienda no es ni de acceso, ni de precio, es moral. Es esa idea que, como un virus, es pequeña pero mata, de que ya no hace falta esforzarse ni crear nada (o a algunos no les hace falta) para tener éxito en la sociedad. Es más. Que es mejor no crear nada. Que es de tontos trabajar, emprender, crear… cuando puedes comprar un piso, dividirlo en apartamentos y alquilarlo por mucho más dinero del que vas a ganar en tu vida trabajando. Es, ni más ni menos, que una vuelta al feudalismo y a una sociedad improductiva en la que —normal— cada vez hay menos buenos trabajos.
Pero si las ideas pueden ser virus, también pueden ser vacunas. Y la manera en que nos vacunamos contra este virus que amenaza nuestra salud como sociedad es la comprensión de este fenómeno.