El pasado marzo visité una feria de fotografía llamada Utopía Photo Market. No es mi intención promocionarla en esta columna, porque de hecho, lo que voy a contar me sucedió en cuanto empecé a deambular por puro aburrimiento.
En una de las casetas, un hombre conversaba cariñosamente con una mujer. Ambos sostenían una copa de vino y sus piernas se cruzaban al extenderse desde sus sillas, como un presagio de sexo.
Primero me fijé en ellos, claro está, pero luego vi la imagen que presidía su parada. Entre tres rascacielos de distintas tonalidades de gris, un hombre caía al vacío como una losa de carne. La fotografía, en blanco y negro, capturaba la muerte en suspensión de un individuo contemporáneo en una gran ciudad.
Inmediatamente me sentí atraída, irrumpí en la parada y pegué la nariz al cristal que protegía aquella silueta, intentando buscar su rostro. Me preguntaba por qué me atrae observar de cerca a los que van a morir, y si eso tiene algo que ver con los circos romanos, cuando se me ocurrió una pregunta mejor.
—¿Me puede decir dónde sacó esta foto?
—No te voy a mentir —contestó el hombre, algo molesto por mi interrupción— es una ficción, un montaje. Pero me interesa hacerte una pregunta.
—Ah, un montaje, diga.
—¿Te impresiona más si sabes que es real?
Me quedé callada, fingiendo que reflexionaba, cuando en realidad tenía muy clara mi respuesta.
—¿Recuerda la imagen del hombre cayendo desde una de las Torre Gemelas el día de los atentados? — el hombre asintió—. Para mí es imposible de olvidar, así que supongo que cualquier versión de esa foto me afecta en igual medida. Para mí es real porque tiene un significado.
Un poco abrumada por haber soltado semejante axioma ante un desconocido, pregunté el precio de la obra. Para salir de allí.
La imagen a la que me refería se titula The Falling Man, fue tomada por el fotógrafo Richard Drew a las 9:41 de la mañana del 11 de septiembre de 2001 y muestra a un hombre que saltó desde la Torre Norte, a unos 400 metros, empujado por las llamas.
La fotografía es considerada material histórico, por eso tiene la categoría de fair use en Wikipedia. Para mí, evoca el vértigo y la locura de una guerra que finalmente llegó a nuestras ciudades, el fin de la inmunidad.
Lo que hoy me resulta curioso es que cuando me puse delante de ese fotomontaje con apariencia de documento, no necesité que fuera real para que me recordara lo que un día vi en la televisión a la edad de 16 años. La imagen real me sigue dejando sin palabras. La ficticia, más estética y visualmente poderosa, me emocionó.
Cuando el fotógrafo me desveló la verdad, decidí que no era relevante. No era preciso que la escena fuera verdadera para que profundizara en el vértigo que a veces siento, ni para que mi cerebro la vinculara a los últimos ataques terroristas en suelo “occidental”. En definitiva, una imagen falsa confirmaba mi recuerdo sobre los acontecimientos del 11-S, y hasta mi concepción sobre la paz mundial. Y ahora que recuerdo esta anécdota, pienso que tiene mucho que ver con la posverdad.
Según la definición del diccionario Oxford, posverdad se refiere a las “circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Basta con imaginar a un político blandiendo el fotomontaje impreso en una cartulina en un plató de televisión, con la mandíbula apretada, recordando a todas las víctimas del yihadismo (sólo a las occidentales, claro) y exhortando a la protección de nuestras fronteras. Un dato falso, una imagen falsa, estaría confirmando una percepción muy extendida, y apoyando su tesis e intereses.
Pero la posverdad no me parece algo tan nuevo. Diría que es un mecanismo interno, una especie de glándula que todos tenemos en algún rincón del cuerpo, cuya función es dificultar que los hechos cambien inmediatamente nuestra percepción sobre alguien o algo: es necesaria una digestión después del shock, la asunción de que estábamos equivocados y, finalmente, desprendernos de toda colección de sentimientos que acomodaban nuestra opinión.
También creo que la realidad y la ficción copulan a escondidas desde hace mucho tiempo, si no desde siempre, aunque probablemente con más pasión desde 2001, fecha en la que un atentado “de película” cambió nuestra realidad. En muchas ocasiones, la realidad que nos muestran los telediarios nos parece surrealista y absurda, y al mismo tiempo cada vez encontramos más verosimilitud en la ficción. Alguien dijo que había más realidad en un capítulo de The Wire que en un informativo de TelecincoThe Wire.
¿Qué ha cambiado entonces? ¿Por qué posverdad fuera elegida la palabra del año 2016?
Ha cambiado la utilización de las mentiras por parte de políticos como Donald Trump: ahora es desvergonzada, sin tapujos, sin miedo a que el fact checking les expulse de la arena política.
Ha cambiado el conformismo social –creciente–, con las medias verdades o las falsedades como elementos válidos en la formación de la opinión. Como dijo el filósofo José Antonio Marina en un recomendable especial de TV3, más que el triunfo de la mentira, estamos ante un reblandecimiento de la verdad.
En ello tienen un papel especial las redes sociales como medio informativo, cuyos algoritmos filtran los contenidos que percibimos según nuestras preferencias y entorno ideológico, ofreciéndonos sesgo constante con apariencia de neutralidad.
¿Se trata, nada más, de la desvergüenza de ciertos políticos ante la ciudadanía y de los cambios que internet ha provocado en la producción y consumo de información?
Miro atrás y recuerdo una época de mentiras sutiles, quirúrgicas, que desembocaron primero en un sentimiento de confusión, y después en un sentimiento de traición y abandono.
Tras el crash financiero de 2008, el establishment –el sistema financiero, las grandes corporaciones, las fuerzas políticas tradicionales y medios grandes de comunicación que, aunque mayoritariamente veraces, protegen el statu quo con sus silencios–, repitió el siguiente mensaje a los ciudadanos: la debacle económica no es política y vuestros representantes se desviven por conservar el bienestar social porque ese es su trabajo. Todo ello mientras algunos de nuestros derechos se desintegraban para no volver a ser los mismos nunca más.
Eran mentiras reales, aunque de difíciles de descubrir. Ahora, una vez desenmascaradas, ha emergido la única verdad que siempre estuvo ahí, la propia, la que creemos pura en contraste con la oficial (“sigo sin poder tener un trabajo decente”, “¿cómo pago los cuidados de mi abuela?”, “sigo sin tener papeles”, “¿quién juzga a los bancos y a las eléctricas?”, “sigo sin tener un hogar digno”).
En vez de liberarnos, esta ruptura con lo sagrado, con la verdad oficial, ha empezado a atraer moscones que pretenden sacarle partido. Así, la verdad deja paso a la autenticidad, entendida como la cualidad de alguien fiel a sí mismo, confiado, que no duda. Una mentira auténtica, expresada con ímpetu por un individuo mediático y con autoestima, puede resultar más creíble que la transmisión de datos verdaderos por parte de cualquier institución. Una mentira bien dicha arranca los aplausos de un huérfano de verdad.
Y al fin, ¿es esto tan grave? Bueno, dicen es una mala noticia para la democracia, para la ciencia, y es una mala noticia periodismo, al que veo como un héroe envejecido a punto de apagar el interruptor de su laboratorio de armas secretas.
Al periodismo le robaron el traje. Las pseudo informaciones robaron la apariencia de las noticias para camuflarse en internet y ahora cuesta distinguirlas desde nuestros teléfonos móviles. Al pobre lo suplantaron cuando ya tenía una herida de credibilidad ganada a pulso, y ahora está desorientado porque dicen que ha perdido la confianza del lector, pero sobre todo las ganas del lector. Yo diría que el periodismo necesita otro traje, uno que aproveche los superpoderes de las historias reales y del rigor, y que le insufle una nueva energía atómica. El periodismo no solo necesita fact checking, necesita creatividad.
Soy periodista, pero cuando recuerdo la fotografía del hombre que nunca cayó al vacío pienso que lo que me da más miedo de la posverdad es que me deja huérfana y sin puntos de referencia. Entonces trato de imaginar la vida como un carnaval divertido y lleno de preguntas; trato de decirme que eso puede ser una oportunidad, como una fiesta sin padres. Sin embargo, en mi imaginación siempre termina siendo una fiesta oscura y desconcertante, porque en ese baile de máscaras la confianza no existe. Y no poder confiar en nada ni en nadie es la soledad última, la más grande.