Estoy confinada como millones de ciudadanos desde hace ya muchos días, oigo las noticias sobre el coronavirus y sus consecuencias que nos da el Gobierno de la nación y también los medios, aunque intentado descubrir la disimulada manipulación de quienes ni siquiera en casos de gravedad dejan de utilizarlos para, subrepticiamente, transmitir su mensaje sea justo o inventado, aunque ajeno al tema que se está tratando. No hago el menor caso a noticias que son meros bulos de quienes, digan lo que digan, no añaden la justa y verídica procedencia que garantiza que no hay engaño ni manipulación. Y menos a muchos tertulianos de esos que uno se pregunta de dónde les ha aflorado tan de repente un conocimiento tal del coronavirus y todo su entorno, del cual por cierto no hay aún nadie en el mundo entero que nos pueda contar con tanta seguridad y detalle su origen, su peligrosidad, sus consecuencias ni ose profetizar con tal contundencia su comportamiento futuro tanto si, lo quieran los dioses o no, lo vamos a vencer.
No salgo de casa y aprovecho los servicios de un amable vecino que una vez a la semana me deja en el portalón de mi casa los productos de la lista de alimentos y farmacia que le he enviado el día antes por whatsapp y que pago por transferencia según la nota que coloca en lo alto de mi pedido, lo que me impide cualquier contacto con los demás. Tengo la suerte de vivir en el campo y aunque la soledad es mayor porque ni siquiera puedo salir al balcón a aplaudir a nuestros sanitarios y a los seres silenciosos y agotados que nos ayudan porque el viento se llevaría a mis aplausos, aun así me siento tranquila y en paz porque tengo la sensación de que el tiempo se ha ensanchado, que la niebla ha huido de mis pensamientos e ideas y de que comienzo a recuperar un ritmo más lento en mi quehacer diario que se ha vuelto más placentero y eficaz.
Soy pues en teoría una ciudadana privilegiada y ejemplar en el cumplimiento de lo que se me aconseja para ayudar a la sanidad pública y vencer a nuestro enemigo, el coronavirus, y agradezco la forma en que nuestro gobierno nos da cuenta del desarrollo del virus y de sus consecuencias, que me tranquiliza a pesar de temores y nebulosas amenazas, pero me siguen inquietando sobre todo dos aspectos que me provocan una serie de dudas a las que no encuentro explicación porque me parece entender que son corresponsables de la lenta recuperación de la situación provocada por el virus.
Del primero de los cuales, la sanidad pública, me obsesiona constatar las diferencias que se observan entre los resultados que consiguen ciertos países y nosotro,s por más que, al parecer, hayamos tomado las mismas medidas. Y pensando de buena fe, sin ánimo de insultar a nadie, he llegado a unas conclusiones no del todo seguras, por supuesto, porque quién soy yo para atreverme a erigirse en experta, pero que quiero compartir con los lectores. Porque, viendo tan claros esos desastres que hoy vivimos y sufrimos, no veo en cambio a nadie, oficial me refiero, no que no los reconozca como tales, sino que sistemáticamente no los mencione y denuncie o por lo menos haga autocrítica y nos ayude a comprender por qué en los años que han pasado desde que ocurrió la hecatombe que se cebó contra la sanidad pública no se han solucionado una vez desaparecidas las causas que la provocaron.
Desde todos los medios, incluidos los oficiales, se nos está repitiendo que nuestra sanidad pública está entre las mejores del mundo, pero nadie nos dice por qué no logran lo que por su calidad y experiencia deberían conseguir. Creo sinceramente que hay algo que olvidamos mencionar todos y que curiosamente ni sus autores ni los que los sucedieron en los cargos políticos que les permitió comportarse de la forma que lo hicieron, hablan jamás de ello. Me refiero a los brutales, brutalísimos recortes que hizo el jefe del Gobierno, señor Rajoy, aupado y aplaudido por presidentes de las Autonomías (que también callan hoy), cuando en 2008, a raíz de la crisis, no solo sirvieron para dejarla al borde del caos y la ineficacia sino que sirvió también para poner en práctica el principal objetivo de la mal llamada crisis, es decir, tomar duras medidas que lejos de ser transitorias han sido perennes porque habían sido pensadas para quedarse.
Como se quedaron todas las que se tomaron contra la enseñanza y la protección de la clase trabajadora, aunque nunca contra los bancos, que aún no han devuelto las decenas de miles de millones de dinero público que se les “prestó” entonces, y que tan bien nos vendrían ahora, ni contra las grandes empresas, ni contra la salvajada que le paga un país aconfesional como el nuestro a la Iglesia, lo cual es el argumento más creíble y sólido de los que defienden que la crisis no fue tal sino un movimiento estratégico para justificar un paso más en el poder, la riqueza y la impunidad de los ya poderosos.
Ahora, doce años después, lo reconozcamos o no, nos encontramos con un servicio sanitario excelente, es cierto, pero tan endeble que apenas resiste un contratiempo inesperado y desconocido tan brutal como el coronavirus: no se ha recuperado la ingente cantidad de médicos despedidos en 2008; de los 14.000 médicos muy bien formados que se presentan cada año al examen MIR solo se aceptan poco más de 7.000 para toda España y el resto no tiene más opción que irse al extranjero. Para solventar la extrema falta de médicos se contrata a médicos latinoamericanos con un sueldo y unas condiciones de trabajo siniestras. Y lo mismo ocurre con el resto del personal sanitario y de limpieza, de tal modo que en circunstancias como las actuales, todos están obligados a hacerlo todo, desde su trabajo a la limpieza de salas, dormitorios y quirófanos porque tampoco hay dinero para pagar un sueldo decente a trabajadores acorde con el trabajo que realizan y el riesgo a que están expuestos.
Pero esto no es todo, en aquella falsa crisis que aún dura y que como se ha visto fue un asunto elemental de dar prioridad al dinero robado sobre el bienestar y los derechos de los ciudadanos, se redujo con la misma impiedad el presupuesto dedicado a la sanidad. Y ahora que se ha acabado lo poco y esencial que había en stock, no hay dinero para mantener el nivel necesario de camas, mascarillas, termómetros laser, medicamentos y, sobre todo, equipos de protección para médicos y sanitarios que habrían evitado la cantidad exagerada de sanitarios infectados.
Dinero, negocios, esto es lo que eligieron para sí o sus amigos, nuestros políticos con excusas inventadas, porque fue en aquellos años cuando se autorizó a colegas de los mandatarios la construcción en Madrid y en otras autonomías, de cuatro, cinco o seis mega hospitales que hicieron ricos a sus amiguetes gracias al dinero que se cercenó de la sanidad pública. Y hoy los hemos encontrado con sus inmensas salas absolutamente vacías, desnudas del todo, porque la asistencia no formaba parte del negocio que se inventaron los sin conciencia. Mientras tanto, la sanidad pública sufre los efectos escalofriantes de la falta de espacio para los que lo necesitan, obligando al Gobierno de la nación a buscar debajo de las camas a personal dispuesto a ayudar. Porque la sanidad pública, a pesar del constante, admirable y arriesgado trabajo de todo su personal sanitario y de limpieza está lejos de dar abasto al trabajo que se podría haber hecho a un ritmo más normal y eficaz si durante los doce últimos años se hubiera dispuesto decentemente del aquel dinero público.
Pero de esto, oficialmente, al menos no se habla ni se recuerda mientras buena parte de los herederos de aquella salvajada son los primeros y los más enrabietados en quejarse hoy de su falta de recursos.
El segundo tema que me obsesiona son los geriátricos, que nos tienen profundamente escandalizados, y no de ahora que vamos viendo con horror las cantidades de enfermos y muertos que van sumando, sino de los casos que desde hace años surgían aquí y allá en tiempos no tan pasados justo antes de la pandemia. Curiosamente, nadie habla de la absoluta falta de control con que funcionan estos negocios con rostro de amable asistencia a los ancianos. Porque son un negocio, y nada habría de malo en ello si como tales cumplieran disposiciones de todo tipo que evitaran la falta de higiene, los robos escurridizos, la falta de atención, la mala alimentación, la incomodidad de las camas como en los casos que hemos conocido, sin que se haya dispuesto para los geriátricos privados el mismo control que para los públicos.
No quiero decir que no haya residencias que no sean buenas, incluso perfectas, pero el control y las leyes que regulan los comportamientos en las distintas situaciones no tienen por qué contar solo para la gente honesta y preparada sino también para una parte de la población que está en todas partes, que se cree con derecho de aprovecharse de cualquier rendija en las leyes, las normas y la decencia y mucho más cuando las rendijas son de tamaño natural, que les permite actuar como quieran y contra quien tengan a su cuidado, convencidos de que porque su comportamiento es legal, no tiene por qué ser delictivo.
En efecto, los geriátricos se han convertido muchas veces en un negocio impresionante que, como se ha visto, carece de control higiénico, sanitario, de bienestar y de la dignidad que merecen esos ancianos que ahora vemos aparecer muertos en sus camas abandonados de todos con la excusa de que los que viven del negocio no disponen de medicamentos ni de servicio ni de personal sanitario. Así nos lo explican en internet desde todos los ángulos de la moral varios artículos que llevan el esclarecedor título de “El negocio de las residencias de mayores en España”. Un negocio que en 2019 alcanzaba 5.378 residencias que ofrecían servicio y pensión a un total de 366.633 ancianos. ¿Por qué se deja montar negocios a quien no tiene ni idea de hacerlo? ¿por qué no se los controla con mayor eficacia y más frecuencia? ¿por qué, si no cumplen, no se los obliga a cerrar?
Pues porque igual que los que desnudaron sin escrúpulos la sanidad pública en 2008, mantienen como primero de sus valores, único diría yo, el dinero, que si es público, mejor, más barato, exige menos esfuerzo y es menos investigado y castigado. Dinero conseguido del modo que sea y perjudicando a quien sea.
Pero tampoco veo que haya nadie que diga cuán necesario sería un control exhaustivo de las residencias privadas, ni he oído a nadie que proponga un cambio imprescindible en los usos actuales que hacen posible que se encuentren ancianos ya cadáveres en sus camas del negocio del geriátrico.
Junto a todos estas personas admirables que con su tiempo y sus manos, y exponiéndose a mil peligros intentan dulcificar nuestra reclusión y calmar con su trabajo nuestros miedos y angustias, no puedo dejar de pensar en estas otras desalmadas que están pensando cómo se las arreglarán para sacar de esta pandemia unos beneficios que no les exigirán creatividad ni esfuerzo, solo dejarse llevar por su codicia y de su falta de escrúpulos. Ellos son el virus peligroso que no muere y creo que deberíamos estar todos más atentos y ser más lúcidos y tener más coraje para descubrirlos y denunciarlos. A fin de que no desbaraten el ímprobo trabajo de investigadores, políticos, sanitarios, amigos, amantes, hijos, padres, madres y abuelos, seres conocidos y desconocidos que intentamos ayudarnos de la forma que mejor sabemos y podemos.