Una jueza de Santa Fe, en Granada, ha denegado la nacionalidad española a un niño de dos años por “no estar integrado socialmente”. Un niño que ha nacido en España y cuyos padres, de origen senegalés, llevan diez años aquí y tienen contrato de trabajo. Un niño que nunca ha salido de este país y a cuya hermana mayor sí le fue concedida la nacionalidad española.
Cuando este niño tenga edad suficiente para enterarse de esta historia, ¿qué sentirá por el que naturalmente considerará su país?, ¿se sentirá integrado en un lugar que le mostró tal desprecio cuando era casi un bebé?, ¿se le podrá exigir que sea un españolito, que defienda su patria, que sea un ciudadano responsable?, ¿puede extrañarnos, ante tal despropósito, que los suburbios europeos se conviertan en polvorines de jóvenes que, sin arraigo en sus propios países, busquen identidad por caminos indeseables?
La ONG 'SOS Racismo' alerta a este respecto: “el Gobierno debería dar un paso en la gestión de la inmigración y no centrarse en exclusiva en el control de la llegada de inmigrantes en la frontera sur y en especial en la valla de Melilla. De no hacerlo así, se corre el grave riesgo de que generaciones de jóvenes descendientes de inmigrantes tengan dificultades para canalizar el rechazo de la sociedad mayoritaria. Los sucesos recurrentes en los suburbios de ciudades en países europeos como Francia o Estocolmo, demuestran que las políticas migratorias centradas principalmente en el control de fronteras, a la larga no fomentan ni favorecen la cohesión y convivencia social”.
Debería dar un paso el Gobierno y también debería darlo la judicatura, controlando a sus miembros y, en su caso, depurando responsabilidades. Solo se puede comprender la decisión de la jueza granadina desde dos suposiciones. Que la jueza se la coja con papel de fumar, dado que lo que la ley considera “integración” tiene que ver con el hecho de conocer el idioma o disponer de un trabajo, algo obviamente imposible en un niño de dos años. O que la jueza sea, de hecho, una persona racista.
Su extremismo legalista nos llevaría a sospechar una intencionalidad discriminatoria que sería intolerable en alguien que debe, precisamente, vigilar ese delito, el de la discriminación (que un niño negro, sin duda, va a llegar a vivir en algún momento o en muchos). Su racismo mondo y lirondo, aún resultando muy español, sería constitutivo de un delito. En cualquiera de los casos, la jueza no estaría capacitada para ejercer sus funciones, es decir, para impartir justicia y velar por ella.
No es la primera vez que la jueza de Santa Fe, en Granada, deniega la nacionalidad española desde una sospechosa interpretación del concepto de “integración”, es decir, desde una presunta arbitrariedad que también pudiera ser constitutiva del delito de prevaricación: se la denegó a un inmigrante de origen boliviano, con pareja e hijos españoles, por no conocer los ingredientes del gazpacho. Dedujo la jueza que alguien que no sepa eso no puede estar integrado en España. Y olé.
Parece que en este país preafricano de nada sirve que Unicef alerte también del riesgo social y la vulnerabilidad a la que se enfrentan los menores de origen inmigrante, incluidos los que ya han nacido aquí. Así lo expone un necesario informe, elaborado por la Fundación Pere Tarrés – Universidad Ramón Llull, en colaboración con esta organización de Naciones Unidas. Unicef vela por los derechos de la infancia y en su Convención sobre los Derechos del Niño, un tratado vinculando a nivel internacional, señala que “los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para garantizar que el niño se vea protegido contra toda forma de discriminación o castigo por causa de la condición, las actividades, las opiniones expresadas o las creencias de sus padres, de sus tutores o de sus familiares”.
Visibilizando las desigualdades que padecen los niños de origen inmigrante, las autoras del informe denuncian su falta de oportunidades y la vulneración de sus derechos.
Resulta imposible que como sociedad nos concienciemos acerca de esta injusta realidad, que debería avergonzarnos al máximo por tratarse de niños, si en los juzgados y otras administraciones se ejerce una discriminación institucional. Uno de los efectos que están causando la violencia terrorista y su rentabilidad por parte de la ultra, y no tan ultra, derecha europea, es el de la radicalización xenófoba.
Tenemos que ser muy conscientes, para compensarlo y combatirlo, de que actualmente los menores están recibiendo -en casa, en la calle, en los medios- mensajes contrarios a la diversidad, que se traducirán en actitudes despectivas y agresivas con sus iguales de distinto origen.
A través de esa transmisión de lo peor, nuestra sociedad, también más vulnerable cada día, está corriendo el riego de acabar siendo víctima de un retroceso en su cohesión y en el respeto a los derechos humanos, y, en consecuencia, de convertirse en verdugo de lo que debiera ser lo mejor de su naturaleza: la cooperación y la solidaridad. Sin ellas, a nuestro gazpacho le faltarán ingredientes esenciales.
Afirmar que un niño de dos años no está socialmente integrado es una agresión institucional. Posiblemente, la primera entre las muchas agresiones que sufrirá este niño español por el mero hecho de proceder de Senegal. No debería extrañarnos que algún día su víctima reaccionara con rencor. Desconocemos el nombre de la jueza granadina, pero conocerlo sería de justicia, y muy conveniente para saber con quién nos jugamos los cuartos, el futuro y la democracia.