Suena el despertador a las cinco de la mañana. Una persona espera un tren en un andén oscuro con un mono blanco bajo un abrigo de plumas. En la cocina se oyen gritos, y algo arde, una sartén está ardiendo. Alguien corta frenéticamente verduras mientras le grita a una mujer que se ponga ya con las cebollas. Necesito manos, grita más alto. Manos ya, joder. Sí, chef, responden. Todos gritan, no hay descanso en ese ambiente febril y frenético. El váter se estropea. Se encharca el suelo. Se almacenan facturas sin pagar en la mesa de la oficina. Llega de nuevo la noche. Llegan las seis horas de sueño interrumpidas por pensamientos y traumas sin resolver. Y vuelta a empezar.
Así se siente The Bear, la alabada serie que cuenta la historia de Carmy Berzatto, un célebre chef que regresa a casa para salvar el negocio familiar tras el suicidio de su hermano. The Bear es elogiada por su descripción visceral del día a día en una cocina profesional, pero ese estrés es perfectamente extrapolable a muchas otras profesiones, incluida, claro, la periodística.
Todos hemos sido Carmy en algún momento de nuestras carreras profesionales, exprimiendo un poquito más nuestras capacidades, desgastando a seres queridos por la falta de tiempo, priorizando lo trabajado por lo vivido. Carmy parece que vibra solo con el trabajo pero, paradójicamente, no consigue ser completamente feliz cuando las cosas le van bien en él. Porque siempre pueden ir mejor. Nosotros también queremos siempre más, o casi siempre. Tratamos de ser más productivos. Todo el rato, en todas partes. Porque el ajetreo eventual, pensamos, dará sus frutos.
Lo cierto es que ese perfeccionismo autoimpuesto no deja de ser la internalización subconsciente de un sistema que exige estándares cada vez más altos a quienes participamos en él. Básicamente, somos perfeccionistas porque tenemos que serlo. Hay personas ahí afuera levantándose a las seis de la mañana para hacer deporte y estar a las ocho activos en la oficina. Las horas extra están normalizadas. La falta de tiempo para socializar de lunes a viernes casi también. Vivimos en una sociedad dopada de esteroides laborales.
El problema con la exigencia propia es que genera una especie de síndrome de Estocolmo. Pensad, por ejemplo, en una entrevista de trabajo. A la pregunta “cuál es tu mayor defecto”, las personas suelen responder un “soy muy exigente”, que en el fondo esconde un atributo respetable. Vamos, un “soy muy exigente” no es, en realidad, un defecto. Lo sabe el entrevistado y lo sabe la persona que realiza la entrevista. El perfeccionismo, la autoexigencia, es el “defecto” favorito del s.XXI. Cualquier icono celebrable lo es por la intensidad de su lucha, su esfuerzo y su capacidad de superación.
El perfeccionismo es un rasgo solitario y potencialmente aislante, cuya cura, supongo, está en uno mismo, pero también en los demás. Es ahí donde respira The Bear, cuando se diluyen los gritos y los protagonistas simplemente conversan con el otro, dilatando el poco tiempo del que disponen. En la segunda temporada hay un capítulo que es como un oasis. Cuando uno de los protagonistas, Marcus, se va a hacer prácticas a Copenhague. Vive en una casa flotante y recibe la formación en una cocina armónica. Marcus moldea postres bellísimos mientras conversa con su mentor sobre la vida. Pero hay otro momento aún mejor en la segunda temporada de la serie. Esa escena en la que Richie, uno de los personajes más rudos y problemáticos, encuentra su particular redención personal y canta a todo pulmón la letra de Love Story de Taylor Swift desde el asiento del coche. En ese instante solo hay serotonina y placer.
Para sobrevivir en este tiempo de autoexigencia a veces es necesario apagar nuestra campana extractora.