El ir y venir de la historia nos trae de nuevo discursos políticos en los que es frecuente referirse al pueblo, remitirse a él e, incluso, erigirse en su portavoz. Es un lenguaje capaz de aglutinar emociones y expectativas de muchos individuos y de no pocos colectivos sociales. Pudiera pensarse que quien apela al pueblo o se refiere a él, se refiere a la sociedad en su conjunto.
A veces es así, si se toma la sociedad como un todo unificado en torno a elementos que reúnen en esa totalidad a la población en su conjunto, como es el caso cuando ésta se considera como comunidad que comparte una misma cultura. Así tenemos al pueblo como etnos. Pero lejos de esa concepción romántica, que pesa en muchos nacionalismos, en otras ocasiones se habla del pueblo aludiendo a la constitución de un sujeto político para articular frente al poder una mayoría en torno a reivindicaciones colectivas, convocando sobre todo a quienes, estando en la periferia del sistema político, albergan intención de removerlo para hacerlo efectivamente inclusivo.
Desde su reflexión política lo recuerda Jacques Rancière: la democracia es el sistema que se define por la inclusión de quienes protagonizan el acto político de constituirse como pueblo al expresar su disenso y reivindicar sus derechos, aspirando a que el principio de igualdad opere contra asimetrías excluyentes.
En España, actualmente, Podemos se presenta como fuerza política que quiere ser expresión de “los de abajo”, recabando el apoyo de esa parte de la sociedad a la que apela como pueblo para promover una reconfiguración de la democracia. Pero hay que tener en cuenta otras caras de la realidad, máxime cuando es fácil que las apelaciones al pueblo se deslicen hacia invocaciones al mismo por donde aparecen los riesgos de resbalar por la ladera populista. Advertirlo no quita denunciar lo fácil que es abusar de tal etiqueta para descalificar una fuerza política que entra en escena removiendo todo el panorama político. Los partidos que no se ahorraron comportamientos populistas vienen a echar mano del término “populismo” para arrinconar a un competidor sumamente incómodo. No obstante, es verdad que, tomado el término en lo que en rigor significa, el riesgo de derivas populistas no es asunto menor a la vista de ciertos modos en los que aparece la palabra “pueblo”.
Cuestión importante es no olvidar lo que una filósofa tan atenta a la realidad política y los movimientos sociales como Judith Butler señala, tras recordar la obviedad de que “el pueblo se halla dividido según líneas de clase”. Ella hace hincapié en la necesidad de tener en cuenta que “el objetivo final de la política no es simplemente levantarse todos juntos para dar un nuevo significado al 'pueblo', aunque a veces sea un gesto importante para lograr un cambio democrático radical”.
Movilizado el pueblo para ese acontecer -dicho en compañía de Alain Badiou- que es siempre el reafirmar la democracia, ese pueblo se constituye por eso mismo y a cada paso en demos, más allá de la etnicidad, como conjunto de ciudadanas y ciudadanos dispuestos a reivindicar y ejercer sus derechos. Así la ciudadanía, sujeto “demo-crático”, que desde su pluralidad exige igualdad, se reubica, atendiendo a lo que se propone como lo que debe ser, en otro eje distinto del que señalan los polos fácticos de “arriba” y “abajo”, justamente porque va en la coherencia democrática acabar con esas distancias entre clases.
Cuando la voz del pueblo toma cuerpo como palabra de ciudadanas y ciudadanos, son éstos mismos los que, pretendiendo erradicar desigualdades, de forma que la libertad no sea un privilegio de pocos, sino realidad para todos, se sitúan en el eje izquierda-derecha. Se ubica en la izquierda quien quiere acabar con el “arriba” oligárquico y el “abajo” subalterno, precarizado, excluido, de una sociedad de clases. Es cierto que debe saberse que eso no se puede hacer sino organizándose en formaciones políticas aptas para la tarea. Es, pues, esa palabra de la ciudadanía, en la pluralidad de sus voces, la que debe escuchar aquél que quiera servir a ese pueblo que reconstruye democracia.
Por ahí empieza toda política de izquierda, escuchando y dando la palabra para en ese diálogo ofrecer la propuesta de cada cual. Conjugar la pluralidad, superando toda pretensión de monopolio, es camino para evitar resbalones populistas, por una parte, o caídas en la irrelevancia política, por otra. Desde el Partido Socialista hasta Podemos, o al revés, pasando por el amplio abanico de una izquierda con notable concurrencia de siglas, habrá que tener presente que, tanto invocando equívocamente al pueblo, como desatendiendo con arrogancia lo que la ciudadanía reclama, ese pueblo de ciudadanos puede quedar en manos de quienes siempre lo han utilizado para mantener su dominio político y su hegemonía social.