A la vista de las nuevas tendencias del tipo de vida que los independentistas quieren imponer como habituales y normales en la actual fase del conflicto catalán urge algo esencial: aclarar dónde empieza lo que técnicamente tenemos que considerar violencia. Esta cuestión ya es la clave de la parte más compleja de los acontecimientos de hace un año que se juzgarán a partir de enero; las otras son la vulneración explícita del Estatut y la Constitución que hizo una parte del Parlament, y la procedencia del dinero gastado en el Procés y las consultas populares promovidas desde la Generalitat y desautorizadas por los tribunales. Y debemos tener en cuenta que el debate sobre la violencia sin duda continuará retorciéndose y eternizándose desde los dos lados para imposibilitar que lo pueda descifrar con claridad la opinión pública.
Los agitadores de Arrán han elevado a la categoría de Gran Teoría formal que actualmente tirar piedras contra los agentes policiales ya no es violencia. ¿Respalda ese criterio la mayoría de la gente? ¿Lo suscriben la Policía, así como los tribunales de aquí y los del resto de la Unión Europea, incluso tomados estos dos últimos por separado? Que un grupo reducidísimo de personas corte a su voluntad autopistas y carreteras, levante peajes de autopistas, forme barreras con contaminantes montones de neumáticos ardiendo aprovechando en muchas ocasiones la inhibición total o temporal de los policías, ¿es técnicamente violencia? Y si no lo es, ¿pueden hacerlo en el momento que lo deseen todos los ciudadanos?, ¿podrán efectuarlo libremente a su placer los catalanes en caso de que al final accedan a la República? Como aquí hay tanta contaminación dialéctica e informativa sugiero que se pida un arbitraje o un dictamen internacional con garantías para aclarárnoslo.
Mas allá de esta cuestión tan trascendente, podemos considerar que la jornada del 21 de diciembre en Barcelona ha tenido dos éxitos. Uno, el de la protesta. Buscaba que el Consejo de Ministros en La Llotja estuviese rodeado de todo un día de gran desbarajuste, y lo consiguió. El otro, la firmeza de las nada fáciles apuestas del cada vez más imperturbable Pedro Sánchez pese a la situación de debilidad política en que se mueve. Se reunió con su Gobierno, se decidieron cuestiones importantes y tuvo una entrevista evidentemente no claudicatoria con Quim Torra (al que hizo recular en su anunciada postura de que o se realizaba un encuentro bilateral de Gobiernos aparentemente iguales, o no se vería con él). Sánchez ahondó la división soberanista entre buena parte de su cúspide y las bases más intransigentes. En las algaradas de protesta quedó de manifiesto que los veinte mil más radicales estaban tan enfadados con la presencia gubernamental española como con el hecho de que Torra y su equipo estuviesen dialogando –en la calle decían que claudicando– al hablar con quienes tal vez aceptarán más descentralización pero de ninguna manera una secesión de Catalunya.
Sobre las movilizaciones el factor más llamativo ha sido la inmensa eficacia de la publicitación y la intimidación previa. Anunciando repetidamente, incluso desde TV3 con todo tipo de detalles sobre la geografía de los futuros cortes y obstrucciones a la movilidad, y de los lugares con posibilidades de bofetadas, con relativamente muy pocas personas se paralizó sustancialmente la normalidad ciudadana a partir de actuaciones temporales y muy puntuales en diversos sitios concretos. Se esperaba muchísimo más de lo que hubo e infinidad de barceloneses contribuyeron indirectamente al éxito de la protesta al renunciar de antemano a circular, a abrir las tiendas y acudir al trabajo o a los centros educativos. Eso creó incluso paradojas. El metro, por ejemplo, funcionó casi con normalidad, pero iba casi vacío.
La táctica de fabricar mediáticamente unas expectativas catastróficas en la nueva sociedad sustituyen a la necesidad de materializar la mayor parte de lo anunciado. Entiéndase, claro está, que hubo mucha anormalidad, mucha pasión contestataria y algunas actuaciones contundentes entre CDR enmascarados y policías. Pero también hubo, y es muy significativo, momentos en que manifestantes verdaderamente pacíficos se interponían entre sus amigos radicales y los Mossos pidiéndoles que no destrozasen contenedores o lanzasen objetos y vallas contra los uniformados, o incluso impidiéndoselo. Esto también es una novedad.
En honor a la verdad la jornada ofreció otra mala lección: hubo tanta radicalidad en algunos indepes desabridos como en el señor Casado y su entorno, en su caso declarativamente y sin pisar siquiera la calle. Su insistencia por cerrar los ojos para no ver que en realidad no hay ningún pacto antiespañol entre el señor Sánchez y los independentistas, sus ganas de azuzar para ganar miserablemente votos retratando actitudes y situaciones que no son ciertas, alimentan mucho la decepción antiespañola de muchos ciudadanos catalanes que no son enemigos del Estado.
Mayoritariamente avanza en Barcelona la sensación de que, aunque parecía teóricamente imposible, este hombre puede acabar siendo más dañino para una remozada coexistencia encajada de Catalunya y el resto de España que el mismísimo señor Rajoy, que lo estropeó todo con su torpeza, su abulia, su partidismo y el desvarío de anteponer lo conveniente para su continuidad en el poder a todo lo demás.
Visto desde Catalunya, lo que está haciendo Casado únicamente puede contrarrestarse con muchas actuaciones públicas, serias y razonadas de otros españoles que desde el resto del país entiendan que el hondo conflicto que divide a Catalunya únicamente tiene posibilidades de paliarse mejorando la calidad de la democracia española, la aceptación de la realidad heterogénea y la modernización de muchas de nuestras instituciones. Y dando tiempo a que la actitud de buscar soluciones políticas –incluso cuando Quim Torra y Puigdemont cometen incoherencias– vaya madurando la situación y de frutos. Es el único camino, por muy difícil que sea y aunque nadie pueda asegurar que vaya a salir bien.