UNO
Cuando Paula Bonet me pidió que presentara con ella Roedores. Cuerpo de embarazada sin embrión –una suerte de libro-objeto que nace precisamente de la imposibilidad de dar a luz a los embriones de los que fue madre– traté de subrayar todas las veces en las que en la literatura se había abordado el tema de la pérdida gestacional. Aunque yo creía que iba a costarme muchísimo encontrar reflexiones a propósito del aborto –del espontáneo, pero también del voluntario– o incluso de la pérdida de un hijo pequeño, solo me hizo falta abrir los libros de algunas de las poetas más importantes del siglo XX para encontrar palabras al respecto. Así, Sylvia Plath, Blanca Varela, Diane di Prima, Joyce Mansour, Forough Farrojzad, Anne Sexton o Pita Amor, entre otras, ya habían encerrado entre sus versos reflexiones radicalmente distintas entre sí sobre el cuerpo de la madre, el desgarro del aborto, la sangre estéril, o el vacío y el vaciado tras la pequeña pérdida. Sin embargo, a nuestros ojos de lectoras, se nos hacía casi impensable haber pasado por alto y durante tanto una temática así.
¿Qué nos había hecho perdernos tal acontecimiento? ¿Por qué no éramos capaces de adivinar que un tema que nos interpela tanto ya tenía que existir a la fuerza en las letras de mujeres que vivieron muchas décadas antes que nosotras?
Tal vez la respuestas esté en el modo en que durante esas décadas se ha leído, analizado y difundido esa literatura escrita por mujeres. Sin ir más lejos, la etiqueta de “por mujeres” ya nos posicionaba en un lugar de menos valor, más bajito, impregnado de un polvo molesto, de algo así como viscoso que llenaba las manos del lector de coágulos gruesos. Aquellas mujeres escribían sobre el dolor porque estaban dolidas. Aquellas mujeres escribían morbosamente sobre la pérdida porque era su punto de vista femenino el que predominaba. La posibilidad y la imposibilidad de dar vida, un tema tan universal, quedaba entonces reducido a “universo femenino” cuando era escrito por ellas. Solo hay que echar un vistazo a las contraportadas de las primeras ediciones de sus obras en nuestro país. Como una de Ariel –sí, la de color rosa– publicada en los años 90 donde se asegura que lo que tenemos entre manos ¡es poesía de calidad!, incluso si lo que trata dentro son sentimientos “hondamente femeninos”.
DOS
Lo “hondamente femenino” no es digno de estudio, entonces.
Lo “hondamente femenino” es un telón tras el que guardar algunos conflictos incomprensibles para quienes no soportan una experiencia diferente a la suya propia.
Lo “hondamente femenino” no puede valorarse, y si no puede valorarse, no existe.
De eso hablaba la escritora y activista Alana Portero en su última columna sobre Juego de Tronos para Agente Provocador. De cómo el devenir hondo y femenino de la trama de la serie ha levantado ampollas entre algunos críticos que están arrancándose los pelos de sus cabezotas cada vez que alguna de las mujeres de la pantalla adquiere un poder que ellos consideran inmerecido. Portero hace un bello repaso de la progresión de algunos de los personajes más machistas de la serie y cómo sus comportamientos han sido modificados con la experiencia… Pero también de la manera en que en pantalla los cuerpos desnudos como mero cebo han ido desapareciendo, y el protagonismo de cada una de las tramas se lo han forjado mujeres muy distintas entre ellas pero todas a su vez muy complejas e interesantes.
Para Alana Portero, este riesgo asumido por HBO ha traído sus consecuencias, que son los columnistas de turno asegurando que Juego de Tronos ha perdido su gracia cuando “se ha rendido a las exigencias del público”, o las mareas de trolls que incluso han llegado a hacer imposible la vida digital de algunas de las actrices del reparto. En sus propias palabras: “Observo una inevitable conexión entre ese nihilismo de baratillo que necesita resoluciones retorcidas, complejísimas y basadas en la sumisión, y el escozor producido por las mujeres que toman el mando y se realizan de alguna manera”.
Y TRES
Alana Portero concluye así su defensa de la temporada 8 de Juego de Tronos: “Tomar distancia y preguntarnos de dónde salen nuestras objeciones a lo que vemos o leemos es un ejercicio sanísimo que nunca le ha hecho mal a nadie. Intentar conservar la capacidad para explorar y ceder ante la maravilla tampoco es mala idea en un mundo devorado por el cinismo y la hipervigilancia”. Y a mí esta frase me recuerda al cinismo y a la hipervigilancia con la que se ha viralizado la noticia de que en Estados Unidos cuatro editores habrían rechazado el manuscrito de unas memorias de Woody Allen.
Para empezar, los titulares de medio mundo han dado por válida la premisa de que “NADIE quiere publicar a Woody Allen”, poniéndolo como la gran víctima de un rechazo que los grandes grupos editoriales del país han desmentido. Sin declaraciones reales –al menos hasta el momento de escritura de este texto– de los involucrados, la única certeza que tenemos es que la polémica sobre “la pre-censura a Allen” solo ha servido para que muchos vuelvan a enfrentarse al demoníaco feminismo moderno y, si lo pensamos bien, como perfecta campaña de marketing para un libro que probablemente no tarde en publicarse porque, joder, es Woody Allen.
Pero precisamente porque es Woody Allen, tal vez debamos revisar algunas de las ideas que escribió para sus viejas películas, como esa donde dice asegura que “es importante pasarlo bien, pero también hay que sufrir un poco, porque, de lo contrario, no captas el sentido de la vida”. Y claro, el sufrimiento es algo que conocen bien algunas mujeres de las que hemos hablado aquí. Algo que han sabido escribir en esos libros maltratados. Algo tan “hondamente femenino” que ha estado ocultando sus relatos, generando malas lecturas y provocando insultos durante siglos y hasta el infinito y más allá. Así que tal vez por eso no debería parecernos tan raro que quienes siempre han disfrutado de sus privilegios y quienes nunca han tenido que pensar en el sufrimiento del sentido de esta vida, se encuentren por primera vez con algunas cartas de rechazo. Venga, Woody, ya pasará.