El largo asedio

Gabriela Aldama es una juez de instrucción que se niega a votar en Sala de Gobierno una propuesta de su presidenta para cambiar las normas de asignación y el reparto de las querellas. Intuye algo raro en las maniobras de la presidenta para cambiar en ese momento y de esa manera las reglas. Poco sabe que Felisa Basterra sólo busca satisfacer a los que controlan los votos necesarios para cruzar la plaza y sentarse al fin en el Tribunal Supremo.

Gabriela no existe. Es una juez de ficción y la trama de la presidenta del TSJ para hacer un favor a los vocales mayoritarios y lograr su nombramiento es sólo fruto de mi libertad como creadora en “Peaje de Libertad” (Espasa, 2014). Nadie puede acusarme de haberme inspirado en Concha Espejel para crear mi novela ni yo afirmaría nunca que la presidenta de la Sala de lo Penal la haya leído. Quédense con que la realidad supera con creces a la ficción y que, conociendo a fondo la realidad, pueden construirse ficciones que acaben por ser ciertas.

El cambio de normas que se llevó a cabo en la Sala de Gobierno de la Audiencia Nacional para conseguir una nueva configuración para juzgar el caso Papeles de Bárcenas no es, desgraciadamente, una novedad. Ni siquiera podemos afirmar que el Partido Popular lleve los últimos cinco años intentando meter mano en la Justicia para paliar los efectos de la corrupción en su devenir político. Es triste decirlo pero todo viene de bien atrás. El largo asedio a la Justicia se ha transformado en asalto en los últimos tiempos en los que ya la premura es emergencia. Tanta, que el propio partido está sentado en el banquillo de los acusados y se le pide como pena seis meses de inhabilitación como persona jurídica. ¡Se imaginan, seis meses sin que el PP pueda actuar como partido!

Esta ola de tsunami que amenaza con anegar la poca credibilidad que le queda a la Justicia nació en una marejada de malestar que los populares sintieron una vez llegó al poder Aznar. Cuando el PP llegó al poder se sentía agraviado por el hecho de que, según afirmaban, los progresistas tuvieran copados los principales tribunales y, también, los medios de comunicación. Ambas preocupaciones han ido un poco a la par puesto que interactuaban entre ellas y porque en ambos casos los populares creían con fe de comulgantes en una supuesta eficacia de la ley de la aguja hipodérmica, es decir, que inyectando en la sociedad los dogmas en los que ellos creen, ésta terminará por volverse a su imagen y semejanza. No tienen más que ver lo que han hecho con RTVE o de lo que acusan a TV3 o a la enseñanza catalana. Para ellos, controlar los inputs es cosechar los outputs.

Cuando Aznar llegó al poder, sus dientes rechinaban ante el reinado judicial de los Siro García y los Clemente Auger en la Audiencia Nacional y consideraba que los progresistas habían copado los destinos de juez de Vigilancia Penitenciaria y otros muchos agravios que ellos veían en lo que consideraban una falta de mano dura con el terrorismo que ellos estaban llamados a solventar. Aznar no pudo hacerse con un CGPJ a su imagen y semejanza hasta 2004 cuando obtuvo un consejo gobernado por Hernando y con 11 vocales claramente conservadores que comenzaron a pasar el rodillo que tanto deseaban. Entre esos vocales se encontraban tanto Enrique López -el niño mimado apartado del enjuiciamiento de Gürtel por recusación- como Juan Pablo González, el nuevo miembro del tribunal de Papeles de Bárcenas, tras la maniobra gubernativa de Espejel.

Desde aquel Consejo eterno, ya que se prolongó por negativa política a pactar su renovación, hasta bien entrada la era Zapatero, se fueron gestando todos los polvos que fraguaron en los lodos que ahora nos enfangan. El PP comenzó a nombrar no sólo a sus claros afines sino que también buscó a nuevas promesas entre aquellos magistrados a los que veía despuntar en una forma de resolver que les gustaba. En aquella época se primó mucho al que era percibido como de la línea dura contra ETA. Recortar redenciones o revisar la política penitenciaria se convertía en un aura dorada que los vocales conservadores sabían apreciar. Más tarde variarían los méritos. Genma Gallego llegó al Consejo avalada por sus méritos en el Caso del Bórico que permitieron avalar la teoría de la conspiración del 11 M hasta bien entrado el juicio. Perdonen pero no les cuento teorías. Yo misma fui testigo de cómo uno de los vocales de ese Consejo le daba indicaciones jurídicas sobre uno de los autos decisivos. Estábamos en Canarias. No diré más. Ya se sabe que los periodistas valemos más por lo que callamos que por lo que decimos. Ese mismo esquema “de agradecimiento” se repetiría más tarde con Concepción Espejel cuyas resoluciones en Guadalajara le proporcionaron grandes posibilidades de rédito político a Cospedal cuando el famosos incendio.

Nunca se cortaron gran cosa. Volviendo al tema de las secciones de la Audiencia Nacional, sucedió que en un momento dado la Sección Cuarta les tocaba mucho las narices porque solía interceptar las medidas cautelares de un tal Garzón que, en aquella época, era adorado por el PP en su vertiente de justiciero de la lucha antiterrorista. Aprovechando que los miembros de la sección se llevaban a matar y que dejaron en libertad con fianza a un narco que se fugó, el CGPJ decidió defenestrar a unos jueces que tenían plaza en propiedad. No ficciono. Relato. Por primera vez en la historia, el Consejo sancionó disciplinariamente a tres jueces por una resolución jurisdiccional y les hizo perder su destino. Carlos Cezón, Carlos Ollero y Juan José López Ortega, un magnífico jurista, tuvieron que dejar la AN. Dos años más tarde el Tribunal Supremo les dio la razón pero ya habían pedido destino en otra parte y, que quieren que les diga, los interesados ya les habían quitado de en medio.

Señores defensores de lo indefendible: todo esto se hizo con la más absoluta apariencia de legalidad. Todo tenía una explicación. Todo podía defenderse sobre un papel. Así se hacen las cosas. Y así se ha hecho también el desmontaje de la Sección Segunda de la AN cuya composición resultaba terriblemente irritante para el PP. Como saben, la presidía Hurtado y formaba sala con De Diego, también conservador, y con De Prada, de Jueces para la Democracia. En principio parecía todo tranquilo. De Prada estaba condenado al voto particular. Hasta que por motivos personales y de naturaleza humana, De Diego se desmandó votando con De Prada y llevó a declarar como testigo a Rajoy. Imperdonable, como ha quedado demostrado. No se iban a volver a arriesgar a que esta conjunción astral se reprodujera así que cuando tocó revisar la prisión de los Jordis apareció por arte de birlibirloque una sección de cinco magistrados para diluir el peligro y asegurarse la minoría de De Prada. Y, esta misma semana, el cambio de las normas de formación de tribunales, para dejar fuera a De Diego y De Prada del que juzgará el Caso Papeles de Bárcenas. Un caso que ha dado para mucho puesto que ya hubo que movilizarse para arrebatárselo a Gómez Bermúdez cuando le entró por puro reparto informático en cuanto se olieron que iba a mandarlo a chirona en un momento en que esto era lo que más temía el PP.

Escuchen los que quieran oír. Todos los enjuagues en las altas instancias se hacen después de cocer y dar vueltas a elaboradas teorías para forzar bien sea el derecho procesal bien sean los reglamentos o las normas gubernativas de modo que todo quede perfectamente aseado, al menos en apariencia. Esto es un recado para todos aquellos que consideran que los defectos de procedimiento son sólo bagatelas. Detrás de cada norma del proceso hay un derecho protegido o un riesgo que se quiere evitar. Forzarlas es abrir la puerta a la violación de cuestiones esenciales. Y esto vale para la corrupción y para el asunto catalán.  

Ni siquiera afirmo que sólo el Partido Popular lo haya llevado a cabo. Aunque, si quieren mi opinión, mientras que los socialistas siempre se sirvieron de promocionar a los que pensaban como ellos y dejarles hacer, los populares nunca han querido almas afines sino siervos y de ahí se deriva el cambio sustancial y el ataque frontal a la independencia judicial.

No me llenen ahora de comentarios sobre la inexistencia del Estado de Derecho, los presos políticos o la falta de Justicia. Los totum revolutum son intelectualmente deleznables y fácticamente inútiles. Si tiene algún sentido denunciar cómo suceden las cosas es porque aún es posible revertir el deterioro de las instituciones. Al menos yo lo hago en la confianza de que los que pueden, lo hagan.