En el wrestling, la lucha libre profesional, más de moda que nunca gracias a la asombrosa pareja formada por Donald Trump y Hulk Hogan, el Babyface (o simplemente el Face), es el bueno, el héroe del ring, y el Heel es el villano, el malo destinado a llevarse los abucheos del público por sus muecas malvadas y sus tretas sucias. Entre los muchos calificativos que han recibido las recientes elecciones estadounidenses, el crítico literario de The New York Times A.O. Scott ha escogido definirlas como las del “triunfo de los heels”, esos personajes que representan la maldad sudorosa y vociferante y que son hipermasculinos y horteras rayando en la parodia. Para Scott, los estadounidenses, y con ellos medio planeta, han sucumbido a los encantos de los antihéroes que comenzaron a triunfar en los 2000, con el Batman atormentado y carismático de Christopher Nolan y el Walter White atribulado, sociópata y genio criminal de Breaking Bad. Quizá lo peor es que en ese oscuro camino hacia el mal hemos acabado adorando a Joe Rogan. De esto hablaba en los 2000 Emily Nussbaum, que inventó el concepto de “bad fan” para referirse a los seguidores fieles de los personajes de ficción amorales, canallitas o directamente maniacos psicópatas.
Pero una cosa es la ficción, aunque se represente en un ring lleno de fluidos humanos y ante un público en éxtasis, y otra, la realidad. Estos días estoy leyendo Malismo, de Mauro Entrialgo, que explica cómo la maldad deliberada se ha convertido en una forma de propaganda política, y que tiene mucho que ver con la crisis de representación e intermediación tradicional, la difusión de bulos y conspiraciones, el triunfo de influencers reaccionarios y la salida del armario de los incels. Se han perdido definitivamente las formas que, como todo el mundo sabe, son los límites que contienen lo que guardamos en el fondo. La atracción por el mal y los malvados ha existido siempre, es la primera tentación, pero si antes aceptábamos que la maldad debe ser derrotada, ahora creemos (o una mayoría cada vez más numerosa cree) que debe triunfar su poder destructivo. Destructivo, porque la nueva maldad, que no merece ni siquiera ese nombre y que encuentra mucho mejor acomodo en el “malismo” que ha inventado Entrialgo, es también incompetente, a la manera de Mazón.
En el malismo y en los “heels” y “mazones” de este mundo he pensado estas semanas que llevo navegando en Bluesky. La red de la mariposa tiene el atractivo indudable de salir de la cámara de eco de Elon Musk y sus colegas del mundo MAGA, protagonistas permanentes e ineludibles de X. Está acogiendo a un millón de refugiados digitales al día porque es fácilmente utilizable si vienes de X y proporciona mejores herramientas para controlar los contenidos a los que deseas exponerte. La posibilidad de un bloqueo absoluto, que permite a los usuarios cortar todas las conexiones con cuentas que no quieren ver, es para mí una cualidad fundamental, y en eso noto la mano de las mujeres que están al frente de Bluesky. Según la Unesco, un 73% de las mujeres periodistas ha sufrido acoso en línea en X, y esas experiencias de violencia y desamparo han sido mis peores momentos en la plataforma de Musk. Bluesky, además, está construido sobre el “Protocolo AT”, una tecnología descentralizada de código abierto que está diseñada para permitir a los usuarios elegir sus propios algoritmos de clasificación de feeds y sus propias reglas de moderación.
A favor de X juega, sin embargo, mi propio mal hábito: ya son muchos años en el viejo Twitter, con momentos muy divertidos y personas encantadoras y brillantes con las que después he trabajado o trabado una amistad. Pero no es solo eso. En un ensayo sobre el optimismo de Dickens, Chesterton explicaba que Dickens construía unos malvados tan absolutos en sus novelas porque deseaba tener enemigos impredecibles y furibundos. Deseaba mantener la idea de que la vida es un combate que equivale, por necesidad, a una lucha contra algo vivo e individual. La sola existencia de personajes como Wall Street Wolverine o el Sr. Liberal en X hace que la guerra contra la ultraderecha sea más divertida a la manera de Dickens, que se desquitaba del amable racionalismo que era su vida y su pensamiento luchando con sus demonios inventados. Chesterton aconsejaba huir del “educado aburrimiento”: “El mundo puede volver a ser hermoso si lo consideramos un campo de batalla. Una vez definido el mal, todo vuelve a adquirir su colorido. Cuando las cosas malas son malas, las buenas, en una cegadora revelación, se vuelven aún más buenas. Cuando creemos en el Demonio, la hierba vuelve a ser verde y las rosas vuelven a ser rojas”.
Dickens y Chesterton creían que había un fundamento belicoso en la alegría. Eso es, de momento, lo que le falta a Bluesky.