Todo lo que hacemos a lo largo de nuestra vida como especie es una eterna cadena de decisiones sobre costes, beneficios, riesgos y oportunidades. Desde que el primer humano se subió a un árbol para poder coger un fruto hasta el transportista que hoy se pone al volante de un camión para llevar una carga de un sitio a otro, siempre hemos asumido un riesgo sobre nuestra propia vida a cambio de conseguir cosas que consideramos bienes mayores, para nosotros mismos y para el colectivo.
El riesgo es inherente a la vida. A la nuestra y a la de todos los que nos rodean. Todas nuestras acciones también tienen costes potenciales no solo para nosotros mismos, sino para la existencia de los demás. Si volvemos al ejemplo del camionero, éste no solo podría perder su propia vida en carretera, sino que se la podría quitar a otros que no tengan nada que ver con el objetivo de transportar su carga, por ejemplo, a los miembros de una familia que sale de vacaciones.
Si analizamos este supuesto, pronto entenderemos que los seres humanos estamos tan acostumbrados a hacer cálculos de costes muy complejos, que asumimos riesgos elevados con relativa facilidad y casi sin darnos cuenta. Aceptamos por ejemplo que varias personas, el camionero y la familia, puedan morir por los objetivos combinados de entregar una carga e ir de vacaciones.
Y, pese a que efectivamente podemos morir y que de hecho lo hacemos, no prohibimos estas actividades, ni nadie considera una locura salir a la carretera con su familia para disfrutar de unos días de ocio. Simplemente las regulamos, encajando la idea tan cruda de que algunas cosas, como ir de vacaciones, transportar mercancías o, en general, hacer uso de nuestra libertad, valen la pena pese a que eventualmente produzcan muertes, las de quienes esperaban aprovecharse del riesgo pero también las de quienes solo pasaban por allí. Todo depende, eso sí, de cuánto peligro potencial entendemos que entraña una acción. Hay, por decirlo así, un número de muertes que estamos dispuestos a aceptar y un número que ya no creemos que merezca la pena.
La crisis del coronavirus que está poniendo nuestro mundo patas arriba también nos pone cara a cara con todos nuestros cálculos pasados sobre costes asumibles y riesgos permitidos. La enfermedad tiene un potencial letal que arroja en los estudios números abrumadores de víctimas, por su capacidad de colapsar nuestros sistemas sanitarios. Ante esta realidad y mientras se buscan alternativas de otro tipo, la única solución que hasta ahora hemos formulado es tratar de contener al virus mediante aislamiento social. Una cuestión que reclama un coste en dos vertientes: por un lado, en la libertad y bienestar personal de cada uno de nosotros. Por otro, en la marcha de la economía, que también tiene efectos futuros sobre esa libertad y bienestar personales.
Nos enfrentamos por tanto a una redefinición de los costes asumibles que puede entenderse como un eje triangular, en cuyos vértices se situarían la salud, la economía y la libertad, respectivamente. La discusión que como sociedad encaramos es en qué punto situamos la solución, es decir, cómo distribuimos los costes entre estas tres cuestiones.
No es precisamente una discusión sencilla ni ligera. Alejar el punto del ángulo de la salud significa aceptar la pérdida de vidas humanas que en condiciones normales podrían haberse salvado. Esta elección va en la línea de las epidérmicas medidas que comenzó tomando el gobierno británico de Boris Johnson, que acabó rectificando cuando recibió informes que hablaban de medio millón de muertos en el Reino Unido.
En España y otros países, en cambio, se intentó desde temprano mitigar el número de muertes abogando por medidas duras de distanciamiento social. Pero, a la hora de definirlas, estas cargaron la mayor parte de su coste sobre las libertades y menos sobre la economía, con un confinamiento muy restrictivo sobre las salidas de casa para actividades de ocio mientras, a la vez, se permitía mantener la actividad laboral y los transportes en funcionamiento.
La decisión tomada por el Gobierno español es muy similar a la que ya se había puesto en práctica en el norte de Italia, donde los centros laborales continuaron abiertos durante bastantes días tras el confinamiento. Otros países han optado desde el principio por opciones diferentes y, a veces, contrarias. El estado de Nueva York, por ejemplo, bajó la persiana de la actividad económica considerada no esencial, pero no prohibió las salidas a la calle. Hay que decir que en general pocos países han vetado por completo la salidas a la calle para actividades recreativas: solo China y España han prohibido el deporte al aire libre y solo esos dos más Corea del Sur y Bélgica impiden ir por la calle en compañía. En cambio, por lo que respecta a la actividad económica, la mayoría de países son más restrictivos que el nuestro.
Dentro de España también ha habido diferentes enfoques. Instancias como el Govern de la Generalitat, por ejemplo, reclamaron al Ejecutivo de Pedro Sánchez desde el inicio de la crisis que paralizara toda la actividad económica y laboral no esencial, cerrara puertos, aeropuertos y estaciones de tren y levantara fronteras interiores entre los territorios españoles más afectados y expuestos, como era la Comunidad de Madrid o la propia Catalunya.
Sánchez rechazó esa opción. La elección es política y responde al deseo de provocar el mínimo daño posible en la producción y el consumo, incluso a costa de pagarlo en los otros dos vectores, sobre todo en pérdida de libertad. La cuestión de no perjudicar la actividad económica ha sido una música de fondo casi desde el inicio de la crisis. Quizás la prueba más descarnada de esto la dio el Distretto Urbano del Commercio di Bergamo, una asociación comercial de la ciudad lombarda, cuando el 28 de febrero lanzaba la campaña #bergamononsiferma (Bérgamo no se para), presionando a los gobernantes italianos contra unas medidas de confinamiento que, de todas formas, acabaron tomando.
Pero nos equivocamos si creemos que los únicos perjudicados por una paralización de la actividad económica son los lobbies empresariales o los amos del Ibex 35. Dejar la actividad productiva en mínimos tiene efectos directos en la capacidad del Estado para garantizar los suministros necesarios para el bienestar de la población e incluso en la lucha contra la propia epidemia. El portavoz técnico del Gobierno en la crisis, Fernando Simón, explicaba este mismo domingo por qué rechazaban las medidas de confinamiento total que reclama Quim Torra y otros en estos términos:
“Si España se aísla”, razonaba Simón, “no va a haber otros países que nos ayuden, tenemos que conseguir entre todos dar ese apoyo social que el resto de provincias dieron a Wuhan”. Por eso, en opinión del técnico, “tenemos que tener cuidado a la hora de valorar nuevas medidas cuando las que tenemos ya son muy muy restrictivas” que “nos permiten mantener el nivel de funcionamiento de la sociedad lo suficiente para que no haya problemas socioeconómicos graves que nos generen una crisis mayor que la del coronavirus”, indicó.
Simón ya avanza una de las claves de la decisión del Gobierno cuando advierte de que, según las apuestas que se hagan ahora, una vez superada la alerta sanitaria podría producirse una crisis –económica– mayor que la del coronavirus. La destrucción del tejido productivo y empresarial, como sabemos, puede ser letal para el grueso de la población, para las capas trabajadoras y las familias más pobres. Así que, como el español, muchos gobiernos europeos están optando por retrasar todo lo posible un apagón económico total que, con todo, cada día parece más inevitable.
Es así como se ha llegado a la solución actual, en la que España lleva ya más de una semana: el confinamiento estricto de la población con la prohibición de salir a la calle para realizar cualquier actividad no justificada, lo que básicamente significa que todo está prohibido menos adquirir productos y trabajar. Toda la carga de los costes de esta crisis sanitaria se ha puesto pues sobre la libertad de los ciudadanos, que han pasado a ver reducidas sus condiciones de vida al mínimo, con unas evidentes afectaciones para su salud física y psicológica, también para el desarrollo de los niños, y todo ello profundizado por la enorme desigualdad material entre unos hogares y otros.
La medida de confinamiento forzoso se ha tomado al amparo del decreto del estado de alarma para más de 47 millones de españoles y por un plazo de 15 días, que el Congreso ya ha prorrogado a petición del Gobierno. Sin ánimo de caer en el alarmismo, debe entenderse que esto significa la mayor limitación de derechos fundamentales producida en Europa occidental por lo menos en los últimos 40 años, quedando suspendidos los derechos de protesta, manifestación, participación política, reunión, la libertad de movimientos y otro rosario de libertades civiles que aparecen en todas las constituciones modernas.
Algunas situaciones políticas derivadas solo pueden calificarse de arriesgadas, como el hecho de que en Euskadi y Galicia se hayan suspendido las elecciones pero se haya mantenido la disolución de los parlamentos autonómicos, quedando estos gobiernos en un limbo jurídico sin precedentes. Y lo más sorprendente de todo lo anterior es que las dimensiones y profundidad lesiva de la medida tomada apenas han generado en España debate social, ni mucho menos rechazo o cuestionamiento por parte de casi ningún sector político con representación.
Cuando hablamos de libertades públicas, parece no haber ningún límite en la lucha contra la epidemia. Ni siquiera hay debate sobre cuánto tiempo puede durar una medida de confinamiento como la tomada. ¿Puede mantenerse más allá del primer mes? ¿Sería posible que durara varios meses? ¿Y años? ¿Hay posibilidades de que esto deba repetirse periódicamente en el futuro debido a la persistencia del coronavirus? Y, llegados aquí, ¿podrían decretarse confinamientos en el futuro para evitar muertes por otras enfermedades, como la gripe? Todas estas preguntas están hoy sobre la mesa sin que nadie parezca atreverse a formularlas.
El proceso por el que nuestras sociedades se han resignado de forma tan sumisa a perder la libertad de circulación y todo el resto sin duda tiene que ver con que, desde el principio, se ha puesto en relación con el bien mayor de “salvar vidas”. Un objetivo que, recordémoslo, sin embargo no es suficiente para que los gobernantes opten por suspender la producción de bienes y servicios no esenciales. Las prioridades quedan bastante bien descritas en esta elección: la seguridad y la actividad económica están empatadas en la cúspide de la pirámide como valores supremos y, por debajo, llegan las libertades públicas y el resto de derechos fundamentales consagrados en nuestro ordenamiento.
Y esta jerarquización es aún más llamativa por cuanto se trata de un consenso totalmente nuevo. Porque “salvar vidas”, es decir, la salud y seguridad personal, no ha sido nunca un bien absoluto para nuestra sociedad –ni siquiera para nuestra especie–, que siempre la ha puesto en relación con los beneficios que podía conseguir arriesgándola. Aún más: se trata de un consenso por la seguridad y contra los contagios que no limitamos a una apelación individual a quedarse en casa como recomendación o petición, sino que entendemos tan imperioso que puede imponerse de forma coercitiva por parte del Estado para todos los miembros de la sociedad, tengan la condición que tengan, la acepten o se opongan, y durante el tiempo que los poderes estimen. Hasta tal punto que pueden detenerte si no estás dispuesto o consideras que no puedes renunciar a todos tus derechos por tiempo indefinido para “salvar vidas”.
El corazón de la discusión política que pone ante nosotros la crisis del coronavirus es cuánto riesgo para la vida vale cuánta libertad, o al revés, cuánta pérdida de libertad estamos dispuestos a asumir para preservar vidas. Una cuestión farragosa, que la filosofía se ha preguntado durante siglos, pero que en la actual emergencia sanitaria las autoridades han resuelto por nosotros desde la visión más autoritaria y estatalista posible, y sin ni siquiera dar la palabra a los ciudadanos ni reclamarnos el mínimo consentimiento. Es hora de abrir un debate público sobre ello. Una discusión en la que yo pienso defender que los derechos individuales y colectivos no son menos importantes que la seguridad y la salud de las personas, ni tampoco menos valiosos que la producción económica.