Cada seis años, cuando ocurrían elecciones presidenciales en México, siempre había que esperar algún resultado preliminar para saber cómo pintarían las horas siguientes. En un país débil en democracia, ese anuncio en voz de una desacreditada autoridad electoral, se convertía en un banderazo de salida para que los gobiernos y los candidatos oficiales se dedicaran a defender su triunfo ante la prensa y, por otro lado, los derrotados a protestar acusando fraudes.
La postura asumida por la instancia que ahora conocemos como el Instituto Nacional Electoral (INE) era el inicio de batallas por venir que durarían meses, quizá años. Así nos sucedió, con mayor claridad, en el 2006, cuando ganó el derechista Felipe Calderón. En ese mismo cajón entraría el fraude electoral en 1988 cometido contra Cuauhtémoc Cárdenas. En 2012, triunfó Peña Nieto y, el principal opositor, Andrés Manuel López Obrador señaló a un grupo de empresarios y políticos como el ex Presidente, Carlos Salinas de Gortari, por aliarse para quitarle la victoria.
Pero la historia del pasado domingo fue distinta. Apenas caía la tarde cuando el candidato oficialista José Antonio Meade, del Partido Revolucionario Institucional (PRI) reconoció su derrota. Minutos después, hizo lo mismo el abanderado del centro-derecha, Ricardo Anaya (PAN-PRD-Movimiento Ciudadano). El Tsunami político encabezado por el izquierdista López Obrador había arrasado con ellos.
Al momento de escribir esto, por ejemplo, con un avance del 73.64% en el Programa de Resultados Preliminares, López Obrador era colocado ya con el 53.16% de las preferencias electorales, mientras que su más cercano perseguidor, Ricardo Anaya, estaba estancado con un 22.50% y Meade apenas llegaba al 16.17%. Al fondo, el independiente Jaime Rodríguez Calderón con 5.20%. De acuerdo con estas cifras, ni siquiera juntando todos los votos del oficialismo y del centro-derecha podrían alcanzar al líder del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
Las calles del centro histórico, especialmente, en la plancha del Zócalo de la ciudad de México fueron ocupadas por cientos de simpatizantes de López Obrador más que de Morena. Las caras, los gritos, el entusiasmo desbordante nunca antes se había vivido en México, ni siquiera en el año 2000, cuando el derechista Vicente Fox propinó su primera derrota presidencial al PRI.
López Obrador miró por televisión cómo sus adversarios reconocieron la derrota. De hecho, Ricardo Anaya reveló que ya lo había felicitado por teléfono. Sin embargo, esperó a que las autoridades electorales anunciaran las tendencias de votación y también al mensaje de Enrique Peña Nieto, para dar su primer discurso.
Arropado por algunos de sus simpatizantes en un hotel ubicado en los alrededores de La Alameda, López Obrador habló como virtual ganador de la elección presidencial en México. Ahí también hizo los primeros esbozos de cómo enfrentará los mayores retos para el país: la inseguridad pública, la violencia y la corrupción.
Uno de los momentos más críticos en la campaña de López Obrador fue cuando dijo que estudiarían la posibilidad de otorgar algún tipo de amnistía para pacificar al país. Los adversarios de Morena se le echaron encima criticando que pretendían liberar a capos del narcotráfico y a secuestradores, entre otros. Al paso de las semanas, su equipo argumentó que en realidad se referían a personas, campesinos por ejemplo, detenidas por sembrar marihuana como una forma de subsistencia o quizá ante amenazas de muerte por parte de la delincuencia organizada.
En el primer discurso como virtual ganador, López Obrador ya no habló de la controvertida amnistía. Esa noche, dijo estar convencido de que la mejor manera de enfrentar la inseguridad y la violencia exige combatir la desigualdad y la pobreza. Y luego agregó lo siguiente:
“(…) A partir de mañana, convocaré a representantes de derechos humanos, a líderes religiosos, a la ONU y a otros organismos nacionales e internacionales, para reunirnos las veces que sean necesarias y elaborar el plan de reconciliación y paz para México que aplicaremos desde el inicio del próximo gobierno(…)”
Pero a la delincuencia organizada parece no haberle inquietado mucho las palabras de López Obrador: aún no habían pasado 24 horas de ese primer discurso cuando Víctor Díaz, el alcalde de Tecalitlán, Jalisco –en el occidente de México-, fue acribillado. Un comando armado le disparó a quemarropa mientras viajaba en su automóvil. Una persona más, una oficial del Registro Civil, resultó gravemente lesionada. En el lugar, la policía encontró cerca de 30 casquillos de armas largas. Desde que inició el proceso electoral y hasta hace unas horas, fueron ejecutados 12 candidatos a alcaldes y 7 ediles en funciones en todo el país.
Hasta el día de la elección presidencial se registraron alrededor de 112 asesinatos y más de 400 agresiones a políticos y candidatos, de acuerdo con el indicador elaborado por la consultoría privada Etellekt. De esas ejecuciones, 28 todavía eran precandidatos. Ninguna fuerza política quedó a salvo de la violencia. Tan solo la alianza ganadora, Morena-PT-Encuentro Social, contabilizó 18 ejecuciones. Esto es parte del país que hereda López Obrador.
Esto es lo que sucede en las calles de México: un total de 7.667 homicidios violentos se registraron en el primer trimestre de 2018, casi 20% más que el mismo periodo de 2017, el año más violento en dos décadas, según cifras del gobierno. La mayoría de ellas con armas de fuego. Esta espiral se disparó en medio de una multiplicación de células delictivas ligadas al narcotráfico, al robo de combustible, al secuestro y la extorsión entre otros delitos.
López Obrador ha dicho que todos los días, a las 6:00 horas, se reunirá con el gabinete de seguridad para diseñar estrategias y valorar la situación respecto a la violencia y la inseguridad. Eso ya lo hizo cuando fue jefe de Gobierno en la Ciudad de México y, en general, los números le favorecieron al final de su mandato. Sin embargo, el reto que tiene ahora no puede compararse. A nivel nacional, el narcotráfico domina zonas enteras y, con ello, el túnel de la inseguridad se ha disparado: 2017 fue el año más violento de los últimos 20, de acuerdo con cifras publicadas en la revista Nexos por Carolina Torreblanca, Mariano Muñoz y José Merino.
La corrupción, es el otro enorme reto. Durante toda su campaña, López Obrador aseguró pondría el ejemplo para “barrer las escaleras de arriba hacia abajo” y también señaló que “acabaría con la corrupción”. En su primer discurso puntualizó lo siguiente:
“Bajo ninguna circunstancia, el próximo Presidente de la República permitirá la corrupción ni la impunidad. Sobre aviso no hay engaño: sea quien sea, será castigado. Incluyo a compañeros de lucha, funcionarios, amigos y familiares. Un buen juez por la casa empieza (…)”
Esta advertencia de López Obrador arrancó aplausos. No obstante, hasta el momento, todavía no hay información sobre con qué tipo de reformas o cambios en la operación del gobierno acompañará su postura. Si habrá algún cambio, por ejemplo, en la manera que se entregan contratos por adjudicaciones directas, ha sido una gran incógnita. Si nombrará a una persona cercana a él o finalmente dejará en manos de la Cámara de Diputados elegir al fiscal anticorrupción, también estaría por conocerse.
Nada mal para un país como México que su nuevo Presidente ostente un perfil de honestidad y que, en esa misma medida, exija a su equipo no robar un peso. Pero el tema es mucho más complejo. Ningún país en el mundo ha podido cantar victoria y, mucho menos, aventurarse a gritar que ha erradicado la corrupción por completo.
Las naciones más avanzadas en esta materia como Noruega, Suecia o Finlandia han diseñado sistemas que inhiben la corrupción, reglas del juego estrictas y castigan a quienes pudieran ser sorprendidos robando del erario. Es decir, no se trata de una persona, por honesta que sea. El combate a la corrupción es mucho más complejo, estamos ante uno de los flagelos que han enfrentado las democracias –y también otras formas de gobierno- en el mundo durante décadas. Algunas con mayor éxito que otras, pero ninguna podría decir que la erradicaron por completo. No hay vacunas para este mal.
Pero independientemente de lo anterior el reto de enfrentar a la corrupción tiene otra arista que tocará a la futura administración de López Obrador. Las encuestas sobre preferencias electorales mostraron que la gente en México castigó al Gobierno de Enrique Peña Nieto por sus actos de corrupción y, sobre todo, por el manto de impunidad que tendieron sobre los servidores públicos que pudieran resultar afectados.
No obstante, López Obrador ha dicho que no tocará al actual Presidente, como si el reportaje llamado “La Casa Blanca de Enrique Peña Nieto” no hubiera existido. En esa misma situación, en el pasado innombrable, quedaría el resultado de otras investigaciones periodísticas como “La Estafa Maestra” en la cual se evidenciaron contratos ilegales por unos 403 millones de dólares (7.670 millones de pesos mexicanos) en 11 dependencias.
En una entrevista reciente, López Obrador dijo que sólo actuarán si hay denuncias ya presentadas cuando lleguen al Gobierno. En el segundo caso sí hay investigaciones oficiales abiertas pero si fuese necesario profundizar o abrir nuevas líneas a seguir ¿qué harían? Pero más allá de esto, en los siguientes meses, antes de que Peña Nieto deje el poder, seguramente surgirán a la luz pública más trabajos periodísticos escudriñando las entrañas de lo que ha sido una administración pública corrupta. ¿Qué harán entonces? ¿Seguirán adelante sin ver, sin prestar atención?
Hacia el futuro, López Obrador ya advirtió qué sucedería si sorprenden a alguien en actos de corrupción. Sus palabras arrancaron aplausos entre los seguidores, es más, lo ovacionaron. Pero en realidad esto debería ser un espejo. Hay cosas que la clase política en México debería leer con atención: la corrupción y la impunidad desatendidas se cobran en las urnas.