Cuando era pequeña, mi padre y yo salíamos todos los domingos por la tarde a pasear por el barrio. Un día, mientras volvíamos hacia casa, le pregunté cuánto habríamos caminado en ese paseo. Un kilómetro, más o menos, me respondió. Yo no sabía imaginar cuánto era un kilómetro. Pues unos mil pasitos tuyos, dijo. Me explotó la cabeza ante la perspectiva, no ya de haber dado mil pasos durante ese paseo, sino ante la idea de que fueran más de mil la suma de todos los pasos que hubiera dado en mi vida. Mil es un número muy grande cuando se tienen seis años.
Hace unas semanas, un enorme iceberg de 5.800 kilómetros cuadrados se desprendía de la Antártida. ¿Pero cuánto es 5.800 kilómetros cuadrados? Ante la dificultad para transmitir una idea de las dimensiones del iceberg, los medios de comunicación optaron por comparar la superficie ocupada por el iceberg con otras áreas quizá algo más conocidas y manejables. En España, el elemento de referencia más extendido fue, cómo no, Madrid: el iceberg ocupaba una superficie equivalente a diez veces Madrid, y así apareció descrito en buena parte de la prensa nacional. En otros medios, el tamaño del iceberg se midió como una Rioja.
En los medios internacionales, los 5.800 kilómetros cuadrados fueron medidos como un Delaware, una isla de Bali, cuatro veces Londres, dos veces Luxemburgo, cincuenta y cinco veces París, cuatro veces Estambul o una cuarta parte de Gales. Estas comparativas permiten establecer unas curiosas equivalencias de área en las que no solemos pensar: Luxemburgo ocupa la mitad que la isla de Bali, Madrid es cinco veces París y Londres y Estambul tienen un tamaño parecido.
Las formas tradicionales de medir el mundo han estado siempre estrechamente ligadas a la experiencia humana. Pies, pulgadas, codos, palmos... Una legua era, aproximadamente, la distancia que podía caminar una persona en una hora. Otras unidades tradicionales estaban vinculadas con el trabajo de la tierra y cambiaban notablemente de una región a otra. La fanega de sembradura, por ejemplo, era la superficie de terreno necesaria para sembrar una fanega de grano. Las diferencias en el terreno hacían que necesariamente la extensión de la fanega de sembradura en Castilla fuera distinta a la de Valencia, pero esta unidad tenía la ventaja de que en ambos casos se mantenía constante la cantidad de cereal que producía la cosecha, aunque la superficie de terreno requerida fuera distinta.
Frente al al batiburrillo de unidades tradicionales (tan variables y poco estandarizadas), la implantación del sistema métrico decimal ideada en la Francia revolucionaria supuso una mejora abismal en los sistemas de medida. Las unidades del sistema métrico decimal evitaban la subjetividad e imprecisión de las antiguas unidades. De hecho, las propias definiciones de las unidades del sistema métrico decimal han ido volviéndose cada vez más absolutas y deshumanizadas en las sucesivas revisiones. El metro, que en su origen fue definido como la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano que pasa por París y redefinido después como 1650763,73 veces la longitud de onda de la radiación naranja del átomo de criptón 86, se define hoy como la distancia que recorre la luz en el vacío en un intervalo de 1/299792458 de segundo. Es absoluto, constante y válido al margen de toda subjetividad humana. Pero estas definiciones precisas y asépticas parece que nos dicen más bien poco y por eso echamos mano de otras formas de medir más de andar por casa que nos ayudan a hacernos una idea de cuánto miden las cosas. Podemos no saber cuánto son diez hectáreas, pero podemos imaginar que diez campos de fútbol ocupan bastante.
Los sistemas de numeración tienen también una íntima relación con el mundo físico y palpable. No es casualidad que en español (y en la inmensa mayoría de lenguas de nuestro entorno) contemos en base diez. La alta frecuencia de la base 10 en los sistemas de numeración probablemente venga de la casi universal costumbre de contar con los dedos de la mano (de hecho, la propia palabra dígito significa “dedo”). La base cinco (los dedos de una mano) es otra de las más extendidas y la encontramos en lenguas sin ninguna relación de parentesco, como la antigua lengua babilónica y algunas lenguas del Ártico. La tendencia a contabilizar el mundo a partir de elementos concretos y tangibles se repite aquí y allá: en la Polinesia cuentan en base 4, probablemente influidos por las cuatro extremidades de los animales (y de hecho, la palabra para decir cuatro en javanés es asu, que también significa “perro”).
Para medir el mundo que nos rodea necesitamos irremediablemente partir del mundo tangible que conocemos, sea contando con los dedos de las manos o comparando extensiones con campos de fútbol. Conceptualizamos la realidad continua en la que vivimos embotellándola en unidades de volumen conocido y vemos madrides en icebergs de 5.800 kilómetros cuadrados por el mismo motivo por el que vemos cacerolas en el cielo nocturno y formas de conejo en las nubes: porque no sabemos agarrar el mundo si no es a partir de nuestra experiencia humana subjetiva y cotidiana.