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Mala regulación para mala prensa

Juan Varela

Perro no come perro. El viejo lema de Fleet Street, la decaída calle de la prensa británica, no impidió que The Guardian revelara el escándalo de las escuchas del News of the World. Fue el periodismo, no el Gobierno, los reguladores o la justicia quien aireó las miserias del imperio sensacionalista de Rupert Murdoch.

El debate sobre la regulación se cierra con un acuerdo político para crear un regulador independiente que sustituya a la fracasada Press Complaint Commission, la autoridad de autocontrol de la prensa británica. Políticos y prensa siguen peligrosamente entrelazados con los ciudadanos al margen, pero cómplices en el consumo de información basura.

El acuerdo –no compartido por muchos diarios– es un fracaso para la prensa y la sociedad. Emerge una pasión regulatoria que empuja la propia Comisión Europea y que se discute hace años en países como España, con el nonato Consejo Audiovisual (CEMA) subsumido en el regulador único propuesto por el Gobierno de Rajoy.

La nueva regulación británica excluye a las televisiones y sus webs –sometidas a Ofcom, la autoridad de telecomunicaciones y audiovisual– y a los blogs y medios digitales que no sean específicamente periodísticos. La opinión y la información digital seguirán limitadas sólo por las leyes comunes. Cualquiera podrá tuitear o publicar cualquier injuria o calumnia, pero si lo hace un periodista, se someterá a las sanciones del nuevo organismo.

El vigilante de la prensa nace con limitaciones para abarcar el ecosistema digital y atrapado por el pecado capital que tanto los políticos como el informe Leveson, origen de esta regulación, obvian en su acuerdo: el mal de la prensa está en la excesiva proximidad de políticos y medios, unida a una ilegítima pasión por airear la privacidad de las personas en lugar de informar sobre lo que realmente afecta al interés público y se desarrolla en un espacio público.

El Gran Hermano de todos vigilando a todos nunca ha sido tan cotilla. No es nuevo, la historia de las dictaduras enseña que las miserias y las debilidades cotidianas son el blanco perfecto de los totalitarios y los censores.

El infinito ciclo de la información 24 horas alimenta al gran monstruo del comentario y la opinión permanente, la lucha por la primicia nimia y la frivolidad de las páginas vistas. La telerrealidad y la privacidad publicada en las redes sociales se enseñorean de la vida que compartimos y baten récords de audiencia.

Ningún organismo de control ha mejorado jamás las noticias, el derecho ciudadano a la información veraz ni los medios de comunicación. Son la propia sociedad, la profesión periodística y el mercado quienes lo han hecho denunciando excesos, batallando con la propia competencia entre medios, aumentando los criterios de calidad y abandonando a las cabeceras que no representan el sentir y el pensar de su audiencia.

El gran fracaso de los reguladores, de Lehman Brothers a Bankia o Chipre, demuestra que solo funcionan cuando los regulados son transparentes y responsables. Cuando los reguladores no tienen intereses comunes con los vigilados. Cuando la sociedad participa activamente, vigila, reclama y demanda.

La furia por aumentar reguladores hace fruncir el ceño cuando día tras día, de los escándalos financieros a los políticos, los ciudadanos asisten al fracaso de las herramientas de control institucional teóricamente diseñadas para evitar los abusos y proteger a los ciudadanos, consumidores, ahorradores, deudores, etc.

No hay píldora para el déficit ético y democrático. Los organismos de control y regulación son a menudo un placebo para limpiar conciencias. Sin un periodismo crítico, responsable y transparente (escaso), sometido a leyes comunes aplicadas con diligencia (infrecuente), con principios claros (cada día más abandonados) y una separación nítida entre periodismo y política (un sueño), ninguna regulación funciona.

El manto deontológico del nuevo regulador británico esconde las cloacas del poder, compartidas por Murdoch y el resto de barones de la prensa con los políticos. Esa promiscuidad y el desbocado sensacionalismo de algunos medios destruyeron al Press Council, antecesor de la Press Complaints Commission, moribunda por las mismas infecciones.

No somos ajenos. Las quejas sobre la credibilidad de la prensa y los medios crecen. La sospecha se extiende a las revelaciones y exclusivas que a menudo pasan de noticia a arma editorial de quienes defienden a unos partidos e intereses contra otros.

Las televisiones públicas languidecen con la amenaza de la privatización y el deterioro de su imagen como propagandistas del poder. Mediaset y Antena 3 han creado un duopolio televisivo sin parangón en los países desarrollados con la aquiescencia de los gobiernos de Zapatero y Rajoy.

Con un Gobierno encerrado en el silencio y la propaganda desbocada y una oposición cuyo partido principal tiene tantos problemas de comunicación internos como externos, el principal mal de la información son las ruedas de prensa sin preguntas y la manipulación burda y descarada de los hechos y el lenguaje.

Ni el nuevo regulador británico es tan malo ni nada hace suponer que mejorará el periodismo y el derecho a la información. Sólo la mayor transparencia de los propios medios a través de su conducta y de herramientas de interactividad con la audiencia previenen de los abusos. Las necesidades del periodismo y las demandas de la audiencia no caben en un órgano de control.

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