Malapropismos: un efecto secundario del covid
Ocurre que estás hablando, que vas a decir “luz cenital” y de pronto te oyes diciendo “luz genital”. ¡Maldición! ¡Una palabra errónea ha suplantado a la correcta! ¡Una palabra que por su musiquilla ha ido a parar fuera de lugar!
Ocurre cientos de veces. Con “rebanarse los sesos” en vez de “devanarse los sesos”, “enderezar la ensalada” en vez de “aderezar la ensalada”, “inyección de ursulina” en vez de “inyección de insulina”, ser un “desecho de virtudes” en vez de un “dechado de virtudes”, tener una “conjetura muscular” en vez de “una contractura muscular”, hacerse una “fotografía de cuerpo presente” en vez de una “fotografía de cuerpo entero”, “nadar en la ambulancia” en vez de “nadar en la abundancia”. O uno de los grandes memes que salieron de la tele en vez de internet: “estar en el candelabro” en lugar de “estar en el candelero”.
Estos deslices se llaman malapropismos. Pero no vienen de la idea de dar un “mal paso” o de una “mala pata”. Por lo que he leído en Nunca lo hubiera dicho, viene del francés. Viene de mal á propos, que significa inoportuno o equivocado.
En este libro de la RAE y Taurus dicen que a veces los malapropismos surgen cuando una persona utiliza expresiones para parecer más culta. Emplea palabras que le suenan pero que no tiene muy controladas y entonces… ¡ay, amigo! se produce el desliz. O el error. O el gato por liebre.
También son un recurso literario que lleva empleándose cientos de años. Cervantes utilizaba la boca de Sancho Panza para crear malapropismos y Shakespeare lo hacía con el personaje Dogberry en Mucho ruido y pocas nueces.
Pero en estos tiempos víricos y virulentos, a muchos, los malapropismos nos han brotado por el covid. Eso que dicen de la niebla mental es una forma muy romántica y literaria de llamar al chapoteo mental que te inunda la cabeza. De pronto te ves metido en una ciénaga de palabras y lo único que haces es ir de resbalón en resbalón y ver cómo las ideas se te escapan como peces en el agua.
Vas a por la palabra correcta, porque quieres decir “surtir efecto”, y de pronto te oyes diciendo “surgir efecto”. ¡Pero qué ha pasao! Pues ha pasao que tu cabeza solo te da para coger lo que tiene más a mano: lo más fácil, lo familiar. Ha pasao esa niebla mental que consiste en tener las ideas más espesas que el cemento, la concentración de una ameba y la memoria de un pez.
Aunque yo, más que niebla, lo he vivido como un terremoto en el interior de mi cabeza. Tenía la sensación de que el armario ordenadito donde guardo mis palabras se hubiera caído al suelo. Y lo fascinante es que, conforme me recuperaba, observaba y descubría el proceso de almacenaje del lenguaje.
Resulta que las palabras están ordenadas en cajones. Aquí la jerga que usas con tus amigos, aquí los términos que empleas en el trabajo, aquí las expresiones que decías de pequeño, aquí los neologismos relucientes que acabas de aprender… Cada voz en su cajón y a mano para el instante en que la necesitas.
Pero el covid mueve las cosas de su sitio y deja algunos cajones vacíos. ¡Um! ¿Dónde está esa palabra que digo a diario? Andar siempre buscando te hace más inseguro porque ya no controlas tú las cosas; ellas te controlan a ti. Andar siempre buscando te hace vivir más despacio; vas al ritmo de lo que aparece y desaparece cuando a las cosas le vienen en gana.
Este desorden en el armario del lenguaje me hizo ver algo más: las palabras son las que agarran los pensamientos y los meten en la cabeza. Cuando las palabras se escurren, las ideas se resbalan. Las palabras son un pegamento, una laca, un fijador. Y cuando no funcionan con la precisión que deberían, las ideas se enredan, se lían, se despelujan.
Y en los textos ves su reflejo. Las palabras aparecen desaliñadas: olvidas ponerles los puntos a final de las frases, las dejas sin los remates de las tildes, las llenas de erratas (como si les pusieras las bragas en la cabeza y los guantes en los pies).
Pero lo más impactante de todo ha sido meterme en la piel de otros. He podido entender a los despistados (más me vale, a partir de ahora, no irritarme tanto con el descuido ajeno). He podido imaginarme de mayor, con ochenta, con noventa años, y saber por qué el vocabulario de estas personas se hace tan frágil y vacilante.
He podido estar más cerca de mis vecinos más queridos: vivo enfrente de un centro de día de personas con alzheimer, y ahora puedo comprender esa sensación de que todo lo que habita en tu cabeza va borrándose, despegándose como una pegatina que empieza a levantar sus filos y acaba tirada en el suelo.
Van pasando los días después del covid y las cosas van volviendo a su sitio. Mi olfato, que se había evaporado, va acercándose a la nariz. Mis palabras, que estaban desparramadas, vuelven a colocarse cada una en su cajón. Y ahora tengo una certeza más que antes desconocía: el lenguaje es salud.
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