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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Malotes

“Dejad de pintar a los fascistas como si fueran malotes”. Hace días que tengo este tuit de Noel Ceballos incrustado en la cabeza. El escritor hacía referencia a un artículo que contaba cómo Matteo Salvini, ministro de interior italiano, había “troleado a Mallorca” después de que en la isla le declararan persona non grata. Salvini, ya saben, el político fascista que quiere echar a los gitanos de Italia; el mismo que rechazó al barco Aquarius y después se burló de España por salvar la vida de más de 600 personas.

A mí me gustan los malotes. Me han gustado siempre. Yo era la típica chica, empollona para más escarnio, a la que todo el mundo hacía el mismo reproche: “Mucho bla bla pero luego te vas con ellos”. A lo largo de mi juventud me he sentido atraída por capullos y maravillada por toda clase de cabestros y liantes. He sufrido lo mío, no lo voy a negar. Me asquea que se identifique a señores de la Alt Right como malotes, y que Trump, Farage, Wilders e incluso Casado sean vistos como tipos atrevidos que prefieren decir la verdad a dar la respuesta correcta.

Hace un par de semanas, el dominical XL Semanal convirtió la cama revuelta de Matteo Salvini en su portada. Nos invitó a acercarnos a sus sobacos enmarañados y a su sonrisa de granuja que acaba de echar un polvo y quiere más: “Matteo Salvini: el hombre que se ríe de Europa”. Cada vez más medios se sueltan el cinturón y juegan a retratar a políticos reaccionarios como si fueran los rebeldes de clase. A simple vista, parece una estrategia para conseguir clics a base de cabreo y provocación. Me pregunto si en las redacciones de esos medios saben que la figura del chico malo nos hace bascular entre el amor y el odio. En la revista Súper Pop, por ejemplo, lo tenían clarísimo, por eso de vez en cuando nos provocaban con páginas enteras sobre los personajes descarriados de las series. Los malotes no solo dan que hablar, también despiertan deseo y fascinación. Tras darle vueltas al asunto, he hallado algunos vasos comunicantes en el que fue uno de mis canallas favoritos y el auge de la ultraderecha en Occidente.

Nada más llegar al aula de segundo de ESO, Kike escupió un perdigón de espuma blanca en el suelo. Piernas largas, peinado mullett, zapatillas ensanchadas a punto de reventar. De Kike me fascinaba su capacidad para interrumpir la vida, para liarla.

El instituto no dejaba de ser una cárcel en la que se nos repetía lo libres que éramos. Él conseguía entorpecer su funcionamiento con muy poco, usando la mesa como cajón o montando shows a partir de cáscaras de pipa. He aquí un primer paralelismo entre Kike y los políticos fascistas europeos: el instituto funcionaba como la Unión Europea o cualquier parlamento; representaba la corrección política aburrida y opresora. Mediante trucos circenses, Kike era capaz de interrumpir el debate político -la clase-, y darnos respiros de nuestra aburrida vida estudiantil.

Recuerdo el día en que Kike lanzó por los aires la pila de exámenes sorpresa de química. O cuando le soltó al jefe de estudios, un ser despiadado, que olía a alcohol. Kike solía aferrarse a las injusticias sociales que tenía a mano. Con sus discursos populistas -“a ver si los profes empezáis a dar ejemplo”-, conseguía que le admiráramos por su compromiso. Los profesores nos advertían: “No le riáis las gracias porque así le dais poder”, o “sin vosotros no es nadie”, pero los profes eran la autoridad, y a Kike nadie podía negarle lo valiente que era. Se me hacía imposible verle como a un ser débil cuando era el único que se exponía. Hacía falta tener arrojo para ser maleducado, suspender y ser castigado. Kike, como los políticos que nos ocupan, podía ser un chulo y un demagogo, pero a mis dieciséis años me parecía alguien muy osado.

Kike despertaba muchas emociones en mí. Admiraba su indomabilidad, me atraía su virilidad de atleta callejero, pero también hacía que me sintiera como una privilegiada. Por el simple hecho de atender en clase, de ser creativos o generosos, por tener aspiraciones y recibir reconocimiento, buena parte de la clase nos creíamos una especie de élite despreciable. Recuerdo la vergüenza que sentía cada vez que recibía un premio literario en Sant Jordi, la rosa y las espigas temblando bajo los focos del auditorio. Pues bien, esta sensación de privilegio era un espejismo: en mi clase había chicos y chicas en situaciones mucho más jodidas que las de Kike, pero él siempre parecía recién salido de la cárcel.

Entre los malotes de instituto y los políticos de ultraderecha existen paralelismos, pero las diferencias resultan más interesantes. La principal fuente de poder de Kike era la fuerza bruta y la humillación a los “marginados” -feos, gordos, homosexuales, empollones, repipis o alumnos con un marcado acento catalán-. Sin embargo, a diferencia de los políticos racistas, algunos magrebíes y gitanos eran sus aliados, también eran malotes, circulaban en moto con el casco encajado en la frente y dominaban el arte del derrape y las navajas. El miedo que me provocaba Kike era muy distinto del que me generan estos señores. En aquella época, lo que más me aterraba era la frase: “Nos vemos fuera”. Recuerdo duelos bajo la autopista, yo abrazada a mi carpeta desde la última fila, temiendo la muerte inminente de uno de los dos combatientes. Los malotes ejercían violencia gratuita hacia colectivos que consideraban débiles y también se peleaban entre ellos, pero no lograban que nos peleáramos entre nosotros.

Para Kike hubo un punto de no retorno, y fue la crueldad extrema. Un día, le dio por intentar robarle la dentadura a Santiago, el sexagenario que nos daba clase de educación física. Se enzarzaron. Santiago se marchó a los vestuarios enrojecido y tembloroso. Ya no volvió. “Te has pasado”, sentenció la clase. Después de aquello, Kike no tardó mucho en pasar a formar parte de mantenimiento, un escuadrón de alumnos dados por imposibles que se dedicaban a pintar radiadores. Políticos como Salvini han logrado ser extremadamente crueles e inhumanos sin terminar de parecerse a grupos de hooligans neonazis, o a freaks como Josep Anglada, que no deja de ser un paleto con los ojos inyectados en sangre.

Kike fue un rebelde sin causa, un adolescente rebotado con la vida, pero también fue un outsider. En el instituto de mi barrio, para ser un verdadero malote tenías que desprenderte del bienestar, abandonar toda esperanza y romper con todo. Si querías disfrutar de una libertad salvaje y de la emoción de los pequeños delitos, tenías que estar dispuesto a sufrir, y a dañar, desde las sombras. Los políticos que hoy nos asustan con selfies no pretenden ser marginales, sino ejemplares. Ansían ser los héroes de la patria modernos, sueñan con que los nombren con una espada y les den likes de Instagram. Aupados por su supuesta incorrección política, la ultraderecha actual construye una nueva autenticidad y orgullo. O lo que es lo mismo, la Europa fea se vuelve guapa. A Salvini, Kike como mínimo le reventaba el retrovisor.

Por mucho que lo dijéramos, ninguno de nosotros quería quemar el instituto. Si reíamos las gracias de Kike, o no le combatíamos, era por miedo a ser agredidos o ridiculizados. La mayoría de los alumnos ocupábamos una posición muy cómoda: sin sufrir las consecuencias de sus actos, disfrutábamos de sus servicios de caos y contrapoder. Kike nos sirvió de vía de escape, fue un juglar. Intuíamos que en el fondo él era el marginado. Quienes alentamos a Kike fuimos los estudiantes de ESO de un instituto del extrarradio de Barcelona. Sucumbiendo a su actitud agresiva con fines recaudatorios, pintándolos de malotes, quienes alientan a estos políticos son los medios de comunicación, los adultos. Son los profesores.