Hace unos meses estuve en Roma paseándome por primera vez por el Coliseo romano. La guía turística nos iba señalando todo lo que Roma había hecho por primera vez para la humanidad. Nos señaló unas monedas (capitalismo), una estatua de algún dios o la cruz (religión) y armas de todo tipo (guerra). Vamos, que ahí empezó todo lo malo. También cosas buenas, pero como vamos a hablar del fascismo, en esas no me extenderé.
Esa mañana, una amiga romana que me acompañaba me habló del terrible complejo italiano de haber sido Roma y hoy ser Italia. Me contó que en Italia muchos se quedaron acomplejados porque Francia o Reino Unido, incluso España antes de su decadencia, la tenían más grande. Se refería a su expansión imperial. Mientras esas monarquías lograron muy pronto una hegemonía colonial en África, Asia y América, Italia por más que lo intentaba, tarde y mal, no conseguía ponerse ni al nivel de sí misma. Mientras rodeábamos el anfiteatro donde en el siglo I se peleaban a muerte unos pobres tipos llamados gladiadores, pensaba, claro, que solo un enorme complejo pudo parir a un monstruo como Mussolini.
De hecho, bajo la tiranía de Benito Mussolini nace el no tan célebre y fugaz imperio colonial italiano, luego de que el fascismo conquistara Libia y Etiopía, congregando además al Cuerno de África, Somalia, Eritrea y Abisinia en el virreinato del África Oriental Italiana, hasta que pocos años después los desalojaran los ingleses.
El complejo del fascista preparaba una vuelta a lo grande. La última innovación de la ultraderecha italiana y europea y en el mundo, como afirma la periodista y escritora argentina Luciana Peker, “es que ya no pueden ser los señores religiosos los que recorten los derechos a las mujeres sino que las llamadas a hacerlo son mujeres de derecha”. Eso se ha perpetrado en Italia con Meloni, poner al frente a una mujer, no a cualquiera, una mujer con agencia y antiderechos, más fascista que todos ellos juntos.
Pero no nos hagamos tampoco las sorprendidas, si gran parte de Italia vota por una mujer así, o decide abstenerse en un momento así, es porque tradición manda y viene de lejos. En 1938, el régimen fascista promulgó al estilo nazi las leyes raciales contra los judíos italianos, los que ayudó a deportar a campos nazis, y se llegó a decir que existía una “raza italiana”. Están ahí los crímenes coloniales en África, la guerra con Etiopía y el racismo científico que enarboló separando a las personas en razas superiores e inferiores, prohibiendo las uniones entre italianos y africanos, y discriminando a los mestizos en un evidente apartheid, aunque el sexo siguió su curso para mayor asco del dictador. Mussolini, además, prohibió el flujo migratorio de sus colonias y hasta los años 80 del siglo XX aún no era nada considerable. Las políticas racistas se flexibilizaron con el fin del régimen fascista.
Pero todo vuelve y en el siglo XXI el panorama es muy distinto: en Italia habitan grandes comunidades de rumanos, albaneses, chinos, ucranianos, marroquíes, muchos islámicos. Sabemos que hoy cientos de personas al año intentan entrar a Europa por las costas italianas. Que allí también, como en España, hay CIES inhumanos y leyes de deportación, que la televisión no para de propagar el racismo y el odio. Y todo esto ha sido bien aprovechado, por ejemplo, por Salvini, ahora socio de Meloni, por la derecha y ultraderecha para cerrar puertos, centros de acogida humanitaria, para crear alarma y fake news del efecto llamada, cosechar votos y hasta ganar las elecciones. Usan a sus socios en Libia como España a Marruecos para maltratar, deportar e incumplir los convenios internacionales. Meloni directamente propuso el bloqueo naval, aunque lo ha relativizado para ganar. Hace poco, Alika Ogorchukwu, un vendedor nigeriano, fue asesinado brutalmente a golpes en la calle a plena luz del día por un ciudadano italiano.
Cuando se cumplen 100 años de la Marcha sobre Roma que llevó a Mussolini al poder, “el gallo negro ha vuelto a clavar su espolón en Italia”, como escribió Cristina Fallarás. Una nueva marcha sobre Roma, sobre Italia, está acaeciendo con el voto popular, como populares fueron el nazismo y el fascismo. Y Europa parece no temer repetir la más triste de sus historias. En unos días estaré en Italia otra vez, así que el domingo por la tarde, antes de los resultados electorales, le pregunté a otro amigo a quemarropa: “¿Voy a llegar a una Italia donde ha ganado el fascismo extremo con mi librito anticolonial, mi cuerpo marrón y migrante, mi bisexualidad, con mis abortos a la espalda?”. A lo que contestó con un escueto “Yes, sorry”. Supongo que en inglés suena más ligero.