La historia de Marie Kondo es la medida exacta de nuestro tiempo, la de la mercantilización de un ideal inalcanzable. Como seguramente ya sabréis, Marie Kondo, gurú del orden y de la perfección, reconocía hace unos días en una entrevista en The Washington Post que se ha rendido, que con tres hijos una no puede ser ordenada a tiempo completo.
Su historia comenzó alrededor de 2015, cuando su libro The Life-Changing Magic of Tidying Up, inspiró incontables limpiezas alrededor del mundo. Unos años más tarde, llegó su serie de Netflix, Tidying Up With Marie Kondo, con la que hizo ver la luz a los impíos desordenados enseñándoles a priorizar el orden y deshacerse de lo innecesario. En realidad, la cosa iba más allá porque aseguraba que sólo podías quedarte con los objetos que te hiciesen feliz, objetos que, a su vez, también fuesen felices contigo.
Yo misma vi entonces varios capítulos de la serie para un reportaje y entré en un estado de crisis existencial profunda, como en un episodio sórdido de Toy Story. Porque ¿cómo saber si un objeto me hacía realmente feliz o sólo me ponía un poco contenta? ¿Cómo saber si lo que sentía hacia ese jarrón era indiferencia o solo monotonía? ¿Sería dichosa mi estantería cubierta de libros con orden editorial o ella los preferiría ordenados por colores? ¿Mis pantalones serían más felices en el armario que en una silla? ¿De cuántos objetos tendría que deshacerme para alcanzar el verdadero nirvana?
Auspiciadas por la corriente mariekondista y perfiles similares al suyo, las redes sociales, especialmente Instagram y Pinterest, se empezaron a llenar de hogares con la misma estética neutral, insípida, mundanamente minimalista y monocromática: paredes blancas, tonos beige, un par de plantas grandes en canastas de tela, muebles al estilo escandinavo, ropa hecha de telas orgánicas, separadores de ropa, frascos blancos herméticos en los armarios y neveras para distribuir la comida… Casas-catálogo, paredes envasadas al vacío, una serie interminable de telones de fondo impecables desprovistos de esencia, sin rastro siquiera de personalidad.
La jugada maestra de Marie Kondo continuó un par de años más tarde cuando, tras haber emplazado a la humanidad a deshacerse de objetos en sus casas, la gurú lanzó su propia gama de productos. ¡Tira cosas innecesarias de tu hogar para llenarla de nuevo con objetos de mi marca! Por ejemplo, ¡este bonito jarrón de latón envejecido por el módico precio de 275 dólares! Maravillosa jugada. Ella misma escribió en su web: “Una vez que hayas terminado de ordenar, hay espacio para recibir objetos, personas y experiencias significativas en tu vida”.
Como diría Kondo, la felicidad no depende de los objetos que acumulamos, ni de comprar artículos innecesarios en Amazon. Pero su caso nos ha terminado demostrando que el orden no es necesariamente un ejercicio de epifanía. Al contrario, puede conducir al agobio sistemático si no dispones de tiempo para ordenar a diario (lo normal si tienes un trabajo y algo de vida).
En realidad, lo que hemos aprendido del caso Marie Kondo es que el minimalismo también era y es otra forma agresiva de marketing. Porque la estética minimalista lleva años filtrándose en la moda, el diseño y la arquitectura, donde ha terminado por convertirse en otra forma de lujo. Un mueble escandinavo de madera de arce y una alfombra artesanal orgánica te harán la vida más placentera, pero si estás dispuesto a gastarte bastante dinero en ellas. Vi hace tiempo una viñeta que dibujaba un espacio diáfano, amplio, con dos sillas modernas situadas en medio la estancia. Dos personas sentadas en ellas conversaban y uno decía: “Solo los ricos pueden permitirse esta enorme cantidad de nada”.