De repente nos encontramos hablando de los hutíes como si los conociéramos de toda la vida. Quizá algunos sabían de la existencia de esta milicia integrista yemení afín a Irán y Hamás, surgida en la década de los 90, pero la mayoría seguramente jamás había oído ese nombre. Por eso abundan estos días en los medios textos pedagógicos, acompañados de elaborados mapas, explicando quiénes son y por qué se han convertido en actores destacados del conflicto israelo-palestino. Como se sabe, los hutíes irrumpieron en las noticias con sus ataques con drones y proyectiles contra los barcos comerciales identificados como “amigos de Israel” que entran por el Mar Rojo con destino al canal de Suez. Y, como también es sabido, Estados Unidos y Reino Unido han comenzado este viernes una ofensiva aérea contra los hutíes que podría derivar en una peligrosa escalada regional del conflicto.
En este clima de fuerte carga emocional que está provocando la guerra en Gaza –desde el salvaje atentado de Hamás del 7 de octubre hasta la brutal respuesta del Ejército israelí– es apenas comprensible que las opiniones sobre los hutíes estén divididas. Algunos alaban su valentía al apoyar a Hamás frente a Israel y sus aliados; otros los acusan de pescar en río revuelto para expandir su poder regional o de actuar bajo instrucciones del régimen de Teherán. Sin embargo, muy poco se está hablando de su responsabilidad en lo que la ONU considera “la mayor crisis humanitaria del mundo”: la que tiene lugar en este momento en su propio país, Yemen, como consecuencia de una guerra intestina que comenzó en 2015 y que se prolonga hasta el día de hoy. Una guerra que, parafraseando a António Guterres, no ocurre en el vacío, pero que empezó formalmente cuando la milicia hutí ocupó una parte sustancial del país, incluida su capital Sana’a. Y que se volvió más explosiva con la intervención de Arabia Saudí y una coalición de países del Golfo en apoyo del Gobierno internacionalmente reconocido, así como con la entrada en escena de Al Qaeda.
Según estimaciones de la ONU, la guerra en Yemen ha dejado hasta ahora al menos 377.000 muertos: 150.000 en combate y 227.000 como consecuencia indirecta del conflicto: hambre, epidemias, falta de atención médica, consumo de aguas contaminadas, etc. De la cifra total de víctimas, el 70% serían menores de cinco años. En este momento, siempre de acuerdo con la ONU, 21,6 millones de yemeníes (el 63% de la población) necesita con urgencia ayuda humanitaria y protección y cinco millones (la inmensa mayoría niños) están en riesgo de hambre. A este cuadro apocalíptico se suma el número de desplazados, que supera los 4,5 millones. Un reporte del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, elaborado por un grupo internacional de expertos en Yemen, determinó que todas las partes en la guerra –los gobiernos de Yemen, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos y las milicias hutí– son responsables de “provocación arbitraria del derecho a la vida, detención arbitraria, desapariciones forzosas, violencia sexual, tortura, reclutamiento de menores y violaciones de libertades fundamentales”.
En su informe de 2022 sobre Yemen, Amnistía Internacional señala: “Todas las partes del conflicto de Yemen continuaron cometiendo con impunidad violaciones del derecho internacional humanitario. El gobierno reconocido internacionalmente de Yemen y las autoridades de facto hutíes continuaron acosando, efectuando detenciones arbitrarias y persiguiendo periodistas y activistas por ejercer su libertad de expresión. Todas las partes perpetraron violencia de género y discriminación. Los hutíes prohibieron a las mujeres viajar sin un acompañante varón, incrementando las trabas para que las mujeres trabajen y reciban ayuda humanitaria. Todas las partes continuaron poniendo como objetivo al colectivo LGBTI con arrestos arbitrarios, y cometiendo torturas y otras formas de violencia”.
Algunos expertos explican esta guerra como una confrontación entre las corrientes islamistas chií y suní, aunque indudablemente un factor a tener en cuenta es la propia historia de Yemen, sometida durante casi cuatro siglos al imperio otomano y, después de la Primera Guerra Mundial, a una dependencia mucho más breve de la potencia colonial británica. Todos los conflictos del mundo –en realidad, todos los actos del mundo– tienen alguna explicación, y legiones de expertos de las más variadas disciplinas se dedican a la ardua tarea de buscarla. A los mortales legos no nos queda más remedio que elegir cuál nos parece la más acertada, elección en la que muchas veces juegan un papel decisivo –en ocasiones distorsionante– nuestros propios prejuicios y estructuras de valores. Asi, la tragedia de Yemen puede ser asumida como una consecuencia del colonialismo blanco occidental o como un capítulo dentro las pugnas de las facciones más intolerantes del islam. Habrá también quienes la achaquen a una oscura estrategia de Washington para desestabilizar la región. Al calificar a los actores de la guerra, unos pondrán el énfasis crítico en los regímenes despóticos de Arabia Saudí y Emiratos, mientras que otros, sin negar el carácter dictatorial de estos países, valorarán su papel como muro de contención frente a la expansión del islamismo más beligerante con Occidente.
Pero, más allá de las explicaciones, la tragedia de Yemen está allí, día a día, desde hace siete años, ante nuestras narices, sin que esté recibiendo la mínina atención. ¿Por qué no nos estremece el calvario de los niños yemeníes? ¿Nos queda este conflicto demasiado lejos? He de reconocer, por supuesto que sin el menor orgullo, que la irrupción de los hutíes en la guerra en Gaza y mis indagaciones superficiales acerca de esta milicia chií es lo que me ha llevado a recordar la mayor crisis humanitaria del mundo.