Estos días se nos han explicado por tierra, mar y aire, los motivos por los que España es todavía una monarquía:
1) Por designio del anterior jefe del Estado, el dictador Francisco Franco
2) Por interés del poder establecido y de las clases dominantes de entonces (que son las de ahora)
3) Por el papel de la izquierda mayoritaria durante la Transición (interesada en conquistas democráticas, entonces mucho más acuciantes que la forma del Estado)
4) Porque el republicanismo –de izquierdas y de derechas– no es lo suficientemente fuerte en España
5) Por la reacción de Juan Carlos I en el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981
6) Porque otras democracias también son monarquías y no pasa nada
7) Porque siempre hay algo más urgente que resolver (y seguramente sea verdad)
Pero si España a estas alturas todavía es una monarquía es también, en cierta medida, por algo tan humano y comprensible como el miedo.
Cientos de miles de personas fueron asesinadas, torturadas, encarceladas y represaliadas durante la Guerra Civil y la posterior represión franquista. No conocemos la cifra exacta de víctimas (a los fusilados no se los inscribía necesariamente en ningún registro).
Imaginemos la onda expansiva de terror y sufrimiento que recorrió el país, y que todavía recorre las vidas de muchas personas. En algunos pueblos aún hay quien baja la voz para hablar de ciertas cosas.
Las personas que padecieron directa o indirectamente las consecuencias de la guerra y la represión –o quienes simplemente se hayan interesado por la historia de aquí– saben que desde hace siglos este país ha sido volátil e inflamable, como una granada de mano, si bien más dado a la implosión que a la explosión. 'Mejor un rey que otra guerra', sería la frase que resume su postura.
Para muchas de estas personas, los 40 años de democracia (una democracia siempre mejorable) son un milagro: como quien logra completar una maratón con una granada en la mano sin volar por los aires. A sus ojos, quienes no vivieron la guerra y la posguerra, o quienes no se han interesado por la historia, han perdido la percepción del peligro.
Cabe preguntarse si España sigue siendo un polvorín que se mantiene inerte gracias a un frágil equilibrio: una jefatura del Estado y un 'establishment' intocables a cambio de una Constitución democrática. Una Constitución que, por cierto, nunca ha llegado a respetarse ni a intentar cumplirse por ningún partido, y que ha sido especialmente olvidada por aquellos que en los años setenta renegaban de ella (precisamente los que ahora se autodenominan “constitucionalistas”).
El pacto de 1978 en torno a la monarquía –una pequeña victoria para unos, una asumible y necesaria concesión para otros– es visto todavía por muchos ciudadanos como la anilla que evita el estallido de la granada. Y todo el mundo sabe que 'lo responsable' es no tocar la anilla de una granada. Esta ha sido, durante las últimas décadas, la postura del PSOE respecto a la monarquía: “No es el momento de abrir el debate”. Sorpresa: nunca es el momento.
Es verdad que muchos de los que nacimos en los albores de la democracia hemos heredado el miedo o, al menos, somos conscientes de ese miedo en nuestros mayores: esa sensación de que la bestia está amansada y es mejor no despertarla con alocadas esperanzas de mejoras democráticas.
Ese miedo a una vuelta al pasado se afianzó con el Golpe de Estado de 1981 que, para los que lo vivimos –aunque entonces fuésemos niños–, funcionó como una 'vacuna de recuerdo' del miedo. Grandes capas de nuestra sociedad todavía viven, quizá sin ser plenamente conscientes, bajo lo que los psicólogos denominan 'estrés postraumático'. El trauma de la guerra y de la dictadura posterior.
Aspirar a perfeccionar nuestra democracia –incluso en algo tan discutiblemente urgente como es la forma del Estado– no debería ser ya percibido como una osadía
El gran mérito de nuestros padres, tras 40 años de régimen dictatorial, fue traer esta democracia. No fue un logro menor. Nuestra contribución a un país más democrático quizá sea desembarazarnos, por fin, del miedo. Porque, ¿de verdad es todavía tan volátil la democracia española como nos quieren hacer creer? ¿De verdad el equilibrio institucional no resistiría reformas que profundicen en la democracia?
Muchos ciudadanos nacidos en los ochenta y en los noventa, los que no conocieron 'lo anterior', creen vivir en una democracia como cualquiera de las que nos rodean. ¿Están equivocados? Piensan incluso que se pueden hacer reformas de calado. “¡Habráse visto!, ¡qué se habrán creído estos jovenzuelos!” (escucho en mi mente las voces escandalizadas de los que no quieren o no se atreven a que nada cambie).
Aspirar a perfeccionar nuestra democracia –incluso en algo tan discutiblemente urgente como es la forma del Estado– no debería ser ya percibido como una osadía, ni como una temeridad, ni siquiera como un acto de valentía ni de impaciencia. Tampoco dejar las cosas como están debería seguir siendo percibido como una acto de 'responsabilidad', porque la fatiga de materiales es patente.
De hecho, las tornas han cambiado. Lo irresponsable, cada vez está más claro, es no hacer nada. Si queremos salvar el pacto constitucional hay que actuar. Lo inconsciente es mirar para otro lado y dejar que España afronte los retos inmediatos –la pandemias por venir, la crisis climática, el rompecabezas territorial, la pobreza creciente y el machismo rampante– con el andamiaje institucional de hace 40 años. El tan mentado 'sentido de Estado' ya no es quedarse de brazos cruzados por miedo a despertar a la bestia. El sentido de Estado exige reformas.
Ya sabemos que Franco dejó todo “atado y bien atado”. Creo que el nudo más fuerte de esa mordaza heredada fue, precisamente, la sensación de amenaza, el temor a una vuelta al pasado. Pero ya no tenemos tiempo para vivir coaccionados, amenazados e incluso chantajeados por lo que fue. El futuro es mucho más importante.
Perder el miedo, pero nunca la memoria: en cierta manera, ese es el mejor homenaje y el mejor agradecimiento hacia aquellos que sufrieron la Guerra Civil y la dictadura; para todos los que, en algún momento, soñaron un país alegre.