Voy a ser bien pensada. Voy a interpretar las declaraciones de Javier Cercas sobre “el negocio de la memoria histórica” () como una crítica a la industria cultural. Voy a pensar que Cercas no se refiere, como Rafael Hernando, a los millares de personas que buscan a sus familiares que desapareció la represión franquista. Voy a pensar que Cercas sólo dice hoy lo que dice para armar bulla y promocionar su último libro. Voy a leer entonces esta frase (“Se sustituyó lo objetivo por lo subjetivo. El problema es que se convirtió en un negocio”) en clave de instituciones culturales.
Y voy a comenzar dándole la razón: durante muchos años proliferaron, como si se produjeran por sí solas, novelas, series, películas, que hablaban sobre la Guerra Civil –y, en bastante menor medida, sobre la dictadura–. Voy a ir incluso más allá: la mayoría de esos productos culturales repetían una forma más o menos parecida: eran eminentemente narrativos (con su inicio, su nudo, su final), y promovían una versión del tiempo como un espacio cerrado, al que no se podía acceder; y además sobre ellos volaba siempre un sospechoso espíritu de reconciliación. Entre esas muchas producciones se encontraba, claro, Soldados de Salamina - novela que, sin duda, constituyó un negocio, en primer lugar, para el propio Cercas, con más de millón y medio de ejemplares vendidos. Pero no me voy a detener aquí en aquel libro; eso ya lo hizo, brillante, Vicenç Navarro en un artículo. Así que hubo, sí, negocio en torno a nuestro pasado reciente. Y lo sigue habiendo. El problema es que Cercas se equivoca en el segundo término de su apreciación: no fue el negocio de la memoria histórica: fue el negocio de la Cultura de la Transición.
El mecanismo que impuso la CT es conocido y no es exclusivo de nuestro país. La historiadora francesa Annette Wieviorka lo llama “saturación”: una memoria saturada es aquella en la que el evento que se recuerda se desliga de las condiciones históricas que lo produjeron. Es una memoria que pierde su efectividad histórica, una memoria despolitizada; y una memoria, además, que produce el espejismo de estar hablando constantemente de ella. Una memoria, en fin, que pierde el nombre de memoria. Las obras del negocio de la industria cultural a las que, espero, se refiere Cercas -los cuéntamecómopasós y las anatomíasdeuninstante- son así esos productos aproblemáticos a los que nos tiene habituadas la cultura dirigista de lo superficial, lo ahistórico, lo buenrollista que se impuso en nuestro país de la mano del afianzamiento del capitalismo: la saturación de la memoria es el arma más eficaz que tiene el bando vencedor para hacer largas y sesudas disquisiciones sobre el pasado sin cuestionar los orígenes totalitarios de su hegemonía cultural, política, económica. Pero eso tiene, en realidad, poco que ver con la memoria; es su simulacro.
En el Konvolut N del Libro de los pasajes, Walter Benjamin nos dice que la historia que muestra las cosas “tal y como fueron” fue el narcótico más poderoso de su siglo. Benjamin se refería, como lo haría también en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, a la historia positivista, a la historia del tiempo homogéneo y vacío, a la historia del punto y final. Así funciona, exactamente, la versión del pasado que promueve la CT y que puebla las baldas de novedades editoriales últimamente: presentando el pasado como algo pasado, que no nos pertenece, al que no podemos acceder. Y si no podemos acceder al pasado, lo único que podemos hacer, y lo único que nos va a salvar, es mirar hacia el futuro, parece decirnos al oído la CT. De nuestro relacionarnos con el pasado en relación de igualdad nace la rabia, la subversión, la lucha. De nuestra relación con el futuro, la docilidad.
Eso a lo que Javier Cercas llama memoria es placebo. La memoria, la que merece llamarse así, es, ante todo, dialéctica; sea colectiva, sea histórica o sea individual –que es, en esencia, lo mismo–. Digo esto porque Cercas parece tener un problema no sólo con la industria y el negocio, sino también con la subjetividad (“una memoria, que era colectiva, se llenara de subjetividad”, comienza el artículo). Afirmar que la memoria es, en esencia, subjetiva, no es quitarle valor al testigo y defender la labor del historiador. La historia, y parece mentira que haya que repetirlo, es el relato que las clases vencedoras erigen sobre los cuerpos de aquellas personas que su poder ha seputaldo para convertirse en tal: nada más subjetivo que un relato construido para legitimar la opresión. Por eso, la memoria, la que –repito– merece llamarse memoria, es un relacionarse de tú a tú con el pasado, es, precisamente, devolverle la subjetividad a eso que el poder se encarga de convertir en lugar cerrado, intransitable, inerte; “objetivo”.
Articular el pasado históricamente no es, nos dice Benjamin en las Tesis, conocerlo “tal y como fue”, sino apropiarse de un recuerdo que destella en el momento en que está en peligro. No se trata solo de cuestionar la versión de la historia que nos han inculcado –la teoría de los dos demonios, el fetiche de la transición–, sino de desvelar cómo sus mecanismos siguen determinando nuestro presente: cómo alguien puede hacerse famoso escritor hablando del pasado y después desestimar la industria que lo alza al estrellato como si estuviera al margen, y decir todo esto con tal impunidad. La memoria, la que merece llamarse memoria, pone en cuestión este ser parte y juez, este servirse de quienes fueron vencidas y vencidos y al mismo tiempo disfrutar de los privilegios que se cimientan sobre los muchos cuerpos que aún siguen en las cunetas. Ésa es la verdadera amenaza de la que debemos salvar nuestra memoria, constantemente: la de convertirse en un instrumento maleable, al servicio del poder.