Bajo la mirada nunca vista de Carmen Balcells
“En los ojos de la gente puede verse lo que verán, no lo que han visto”, decía Novecento en la novela de Alessandro Baricco.
En los ojos de sus autores se veía la libertad, la confianza, la tranquilidad, el convencimiento de que escribir era su destino. En sus miradas veía lo que me gustaría ser, lo que ella era: el horizonte que les poporcionaba, la certeza en la salida y la puesta de sol mientras las letras se tachaban o se levantaban sobre las tachaduras.
Nunca pude posar mis ojos en los suyos pero sí en la mirada de Vargas Llosa, de Bryce Echenique, de Antonio Skámeta, de Rosa Regàs y de otros que venían con sonrisa de compartir una risa o con el ceño fruncido por un mohín de Balcells ante un párrafo. Y es que Carmen leía. Me consta que leía y que tenía propuestas para ellos, propuestas desde la libertad, desde la lectura, desde la entrega, desde la navegación por sus páginas.
He podido sumergirme en las páginas de originales que ella había leído días antes y juntarme con los autores con los que ella había comido; he podido comentar, tal vez, los mismos párrafos que había comentado u otros y fijar mi mirada en palabras nunca inocentes.
Pero sobre todo, he estado en su casa, en esa casa de la literatura que es la Casa Balcells. Un casa que debería ser un monumento, visitable, con las fotos de sus autores recibiendo a quienes entran a negociar, a charlar, a admirar. He estado muchas veces en el despacho de la esquina con una mesa que recuerdo redonda, hablando de literatura porque en esa casa, aunque siempre se ha negociado, nunca se ha esquinado la escritura.
Y eso es lo que se ve en los ojos de los compañeros de la casa Balcells, porque todos tienen la sensibilidad de entender por qué el autor necesita estar algo alejado de la cotidianidad, algo alejado de las facturas y ellos saben hacer compatible la belleza de un párrafo con la conversación sobre un contrato. Y saben defender los textos. Quizá lo que más me ha sorprendido de la Casa Balcells es lo sagrado que les resulta un texto, y no sólo a Gloria, Carina y Javier sino también a Ramón, una incorporación más reciente.
Y es que Balcells respetó la creación, apoyó la creación, propició la escritura. Y todos los demás han entendido esa forma de hacer. Y quienes entran en la Casa saben que entran en terreno sagrado, en la casa de un mito. Y saben que lo que han visto en los ojos de los autores es lo que ven en los ojos de quienes allí trabajan: un horizonte.
Me quedaría corta si solo diera las gracias a Balcells por humanizar el mundo editorial, por mantenerse en su casa, alejada de los mercados, por empeñarse en seguir hablando en una lengua propia y por saber alentar con sus palabras y sus miradas a esos seres solitarios que escriben sin saber para qué, al tiempo que empujaba a los editores a un trato más decente, más humano.
Me hubiera encantado que mis ojos reflejaran los suyos, pero quizá me hubiera entrado un ataque de timidez porque ella para mí ya era un mito en los años noventa. Y tantos años sin sentarme a su mesa escuchando sus pasos en el piso de arriba aumentaron el mito. Hoy no encuentro mito más justificado. Y solo deseo que no olvidemos su sensibilidad. Y nos rebelemos contra la deshumanización de la literatura.
Gracias, Carmen.