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Opinión - La última vez. Por Rosa María Artal

Miradas

Dos jubilados sentados en un parque. FE/ALEXANDROS BELTES/Archivo

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Ocurrió hace tiempo. Éramos tres en un banco y si no recuerdo mal estaba por llegar un cuarto que nunca llegó; de esas veces en la vida en las que una ausencia está justificada porque nadie quiere pasar un sábado de noviembre a la sombra de un álamo en un jardín bebiendo cerveza Embdrau si puede elegir hacer cualquier otra cosa. La tarde, el día, la vida, transcurría sin que ocurriese nada destacable, nada que llevarse consigo; volver como saliste, sin nada en el bolsillo y sin nada que contar; esperando que, el próximo día, algo cambiase. De vez en cuando una vecina se cruzaba por delante y se hacía el silencio. Mario sacaba el móvil y Manu aprovechaba el lapso para liarse un piti; un fumador sabe encontrar recesos donde otro solo ve un instante. 

Se trataba de aparentar normalidad aunque, a decir verdad, no había nada ni nadie más normal que nosotros. Si aparecía la luz de la local -los nacionales nos ignoraban como si fuéramos buzones- teníamos que colocar las piernas por delante de la cerveza, porque aunque la mayoría de veces nos decían que la tirásemos, más de una vez nos habían pedido los DNI y habíamos ratificado que corríamos más que ellos. Al del bar de la calle de al lado no le hacía gracia ver a gente bebiendo sin llevarse tajada. Ahí uno aprende que la policía solo hace su trabajo y lo hace estupendamente; el trabajo de salvaguardar los intereses de gente que, por una o por otra, siempre tiene más dinero que tú; la policía, como el fascismo, es el brazo armado de los que tienen un concesionario, un bar o una consultora. También aprendes, a las malas, que si llevas algo guardado en el calcetín lo mejor es no ser muy contestón.

Al poco rato, pasó por delante un vecino del que ya escribí en otro momento, barrigón, patizambo -y terraplanista- arrastrando a tironcillos a su perro, un chucho más feo que un fin de mes -con el tiempo empecé a verle parecido a Federico Jiménez Losantos- y mirando el móvil. No nos miró y me sorprendió que ni se inmutara de nuestra presencia. Dicen que hay un sexto sentido que nos hace detectar cuando alguien nos mira, incluso cuando estás de espaldas. Y todos lo hemos sentido en algún momento: esa especie de picor metafísico en el cogote, ese aliento de la mirada de un desconocido que nos atraviesa aun sin estar seguros de que haya nadie detrás. A mí me pasa un montón, y lo peor es que me condiciona. 

Después de aquello, pasaron un par de días y esa idea me rondaba la mente como en órbitas parabólicas. Tenía que hacer unos mandaos y atravesé un jardincillo entre mi casa y mi mandao y sentí cómo empezaba a encenderse mi sexto sentido. Juraría haber pasado por delante de unos chavales hacía un momento, también de un señor con su nieta y de un par de mesas de desayunos con un camarero de aquí para allá; de repente, todo el mundo me miraba. Aunque nadie mirase. ¿Cómo camino yo normalmente? Me siento raro, pensaba, y es que en cuestión de segundos me estaba viendo desde fuera y no podía dar un paso sin sentirme fuera de mi cuerpo. Qué difícil se vuelve todo cuando hay gente mirando. Pasa lo mismo cuando miras al mundo, que siempre pende de un hilo si no dejas de mirarlo. 

Como he sido muy joven hasta hace muy poco -ahora solo soy joven; lo sé, es terrible-, me pasa que tiendo a pensar que he descubierto el fuego, la gravedad o las Américas cada vez que tengo una idea o que el universo confabula para confirmar mis teorías. Casi siempre descubro que esto ya lo había pensado alguien antes o que sobre esto otro ya escribió Noséquién Nosécuándo, o que siempre ando tan enfrascado en mis pensamientos que he imaginado a un montón de gente mirándome en un jardín en el que, en realidad, no había nadie más que yo, pero es inevitable ponerse a la defensiva ante el -posible- escrutinio público. La mirada de los demás nos obliga a sobrevivir, dijo Vázquez Montalbán, porque siempre trata de matarnos. 

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