Decía un tweet de Gerado Tecé que “del caos siempre surgen héroes y ratas”. Sin duda. Más aún cuando las ratas llevan desde hace tantos años robando el queso y la memoria a la gente corriente, insistiendo en sus retóricas y prácticas sin ética de manipulaciones y mentiras. Como Albert Camus escribe, precisamente en La Peste: “la estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si no estuviera siempre pensando en sí mismo”. Así que esta plaga, esta pandemia, nos llega en nuestro mejor momento de estupidez. Si se trata de pensar en nosotros mismos no hay mejor adoctrinamiento que el que recibimos del neoliberalismo y del capitalismo.
Poco parece que haya cambiado el coronavirus a quienes vienen viviendo del cuento facha. La mayor parte de los centenares de bulos que surgen en sus intervenciones los hemos leído, antes o después, en centenares de grupos de WhatsApp. Difunden mensajes tóxicos que tratan de crear un estado de pánico e indignación contra quienes gobiernan España. La oposición no quiere perder forma, ¿por qué iban ahora de dejar de odiar y señalar a los enemigos de su patria?
No hay nada mejor que una plaga con su miedo, su desconcierto, su cansancio y su dosis de irrealidad para seguir haciendo caja. Es normal que Vox y PP defiendan a las grandes empresas, una buena parte de ellas cotizan en los mercados de sus necropolíticas. Son las mismas que aparecen en los sumarios de multitud de casos de corrupción y que, cuando pueden, especulan con los derechos básicos de la gente corriente. Tampoco puede sorprender que haya quien pida, en este momento de exaltación de la amistad, un aplauso desde los balcones a la heroicidad de esos empresarios que están donando miles de trabajadores al INEM. La estupidez insiste.
Las naciones son su gente, no sus mercados ni sus empresas ni sus políticos. La gente que habita las naciones (y las fronteras), es diversa y es diferente. Somos parte de una pluriculturalidad que, en medio de una crisis mundial, convivimos y nos cuidamos y nos sostenemos. Para hacerlo no preguntamos por papeles, nacionalidades ni identidades. Sabemos que el virus discrimina y que no a todos su impacto afecta igual. Porque somos conscientes de ello asumimos que dependemos unos de otros, que estamos en el mismo barco. Nos cuidamos y cooperamos.
Ni las creencias religiosas ni las ideologías representan frontera alguna dentro de nuestras redes vecinales. Sabemos perfectamente que en los hospitales y en las morgues improvisadas de Madrid, Barcelona y decenas de ciudades no solo hay compatriotas. No todas las víctimas de Covid-19 han nacido en nuestro país, es una obviedad. Las muertes con coronavirus no tienen patria ni bandera. Basta de intentar apropiarse de ellas. Esto no es una guerra. Si hay alguien que está en guerra son las formaciones de derechas luchando por cada uno de esos votos y votantes que no saben si entregarse al heredero de Aznar o al del Cid Campeador.
No, esto no es una guerra ni todos los muertos pertenecen al único bando que parece posible en el discurso político, al español. El lenguaje belicista y patriótico solo sirve para dar alas a esa gente extremadamente peligrosa a la que tanto le gustan las cloacas, el ordeno y mando, los bulos, increpar desde los balcones y los porcentajes que se llevan cuando hacen negocios. Ese lenguaje belicista gusta a quienes les seducen los discursos preconstitucionales, pero que, a su vez, desean llevar un estilo de vida neoliberal. Ese lenguaje belicista da una seguridad ficticia que se basa en el abuso de autoridad, pero en realidad es más peligroso que el virus que estamos tratando de aplanar.
No hace tantas semanas que el propio Abascal, el mismo que ahora pide un gobierno de concentración nacional, se reunía en Roma con Viktor Orban. Lo hacían para hablar del futuro de Europa. Para el dirigente de Vox “líderes como Orban representan el futuro de Europa”. Debe ser de otra Europa porque la actual, a través de su Consejo, viene sancionando reiteradamente al gobierno húngaro (y al polaco) por políticas y decisiones que van contra los valores que contiene la Carta Europea de Derechos Humanos.
El proyecto político de Orban es el horizonte que anhela la ultraderecha española. Uno en el que una pandemia sirva de excusa para concentrar todo el poder político en una persona, de forma absoluta, ilimitada e indefinida, tal y como acaba de hacer el presidente de Hungría. Uno en el que no todas la vidas valen lo mismo, solo aquellas que responden a los cánones de una idea de patria, de fe y de tradiciones que decida el amado líder y sus amigos. El resto de cuerpos y de vidas, para Orban y para Abascal, no tienen derechos, ni siquiera a la salud. Si la quieren que la paguen, decía Abascal impúdicamente hace unos días.
Sin embargo, paradójicamente, es otro el proyecto que está haciendo frente a esta crisis sanitaria. En los hospitales, en los barrios, en las comunidades de vecinos, desde las entidades sociales, dentro de las propias familias... en todos esos lugares donde se hace la micropolítica y se teje la vida, la propuesta es muy distinta. El proyecto político y social que vencerá al virus es el que asuma la obligación ética de que todas las vidas valen lo mismo, que nadie se puede quedar atrás. Un proyecto político que no gusta a sátrapas, dictadores y usureros porque supondrá un nuevo orden social, uno en el que la solución está en la cooperación y no en la competitividad ni en la dominación.